sábado, 28 de agosto de 2021

Don Juan Tenorio de José Zorrilla: Parte 1

 Acto 1

¡Atención, damas y caballeros, guarden silencio! La representación va a comenzar.

Emma: - Ya sube el telón, abuela.
D. JUAN: -   ¡Cuál gritan esos malditos! Pero, ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros sus gritos!
...
CIUTTI. ¿Señor? 
D. JUAN. Este pliego irá dentro del orario en que reza doña Inés a sus manos a parar. 
CIUTTI. ¿Hay respuesta que aguardar? 
D. JUAN. De el diablo con guardapiés que la asiste, de su dueña, que mis intenciones sabe, recogerás una llave, una hora y una seña: y más ligero que el viento aquí otra vez. 
CIUTTI. Bien está.
...

D. GONZALO. ¿Conocéis a don Juan Tenorio?
BUTTARELLI. Sí. 
D. GONZALO. ¿Y es cierto que tiene aquí hoy una cita? 
BUTTARELLI. ¡Oh! ¿Seréis vos el otro? 
D. GONZALO. ¿Quién? 
BUTTARELLI. Don Luis. 
D. GONZALO. No; pero estar me interesa en su entrevista.
...
D. GONZALO. No cabe en mi corazón que tal hombre pueda haber, y no quiero cometer con él una sinrazón. Yo mismo indagar prefiero la verdad..., mas, a ser cierta la apuesta, primero muerta que esposa suya la quiero. No hay en la tierra interés que, si la daña, me cuadre; primero seré buen padre, buen caballero después. Enlace es de gran ventaja, mas no quiero que Tenorio del velo del desposorio  la recorte una mortaja.
....
AVELLANEDA. Vinieron, y os aseguro que se efectuará la apuesta. 
CENTELLAS. Entremos, pues. ¡Buttarelli! 
BUTTARELLI. Señor capitán Centellas, ¿vos por aquí? 
...
AVELLANEDA. Pues yo sé bien que Mejía las ha hecho tales, que a ciegas se puede apostar por él. 
CENTELLAS. Pues el capitán Centellas pone por don Juan Tenorio cuanto tiene.
D. JUAN. (A DON LUIS.) Esa silla está comprada, hidalgo. 
D. LUIS. (A DON JUAN.) Lo mismo digo, hidalgo; para un amigo tengo yo esotra pagada. 
D. JUAN. Que ésta es mía haré notorio. 
D. LUIS. Y yo también que ésta es mía. 
D. JUAN. Luego, sois don Luis Mejía. 
D. LUIS. Seréis, pues, don Juan Tenorio.
D. LUIS. Veamos, pues, lo que hicimos. 
D. JUAN. Bebamos antes.
D. LUIS. Sin duda alguna: y vinimos a apostar quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna, en el término de un año; juntándonos aquí hoy a probarlo.
...
D. JUAN. Hablad, pues. 
D. LUIS. No, vos debéis empezar.
 
D. JUAN. Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar. Pues, señor, yo desde aquí, buscando mayor espacio para mis hazañas, di sobre Italia, porque allí tiene el placer un palacio. De la guerra y del amor antigua y clásica tierra, y en ella el emperador, con ella y con Francia en guerra, díjeme: «¿Dónde mejor? Donde hay soldados hay juego, hay pendencias y amoríos.» Di, pues, sobre Italia luego, buscando a sangre y a fuego amores y desafíos. En Roma, a mi apuesta fiel, fijé, entre hostil y amatorio, en mi puerta este cartel: «Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él.» De aquellos días la historia a relataros renuncio: remítome a la memoria que dejé allí, y de mi gloria podéis juzgar por mi anuncio. Las romanas, caprichosas, las costumbres, licenciosas, yo, gallardo y calavera: ¿quién a cuento redujera mis empresas amorosas? Salí de Roma, por fin, como os podéis figurar: con un disfraz harto ruin, y a lomos de un mal rocín, pues me querían ahorcar. Fui al ejército de España; mas todos paisanos míos, soldados y en tierra extraña, dejé pronto su compaña tras cinco o seis desafíos. Nápoles, rico vergel de amor, de placer emporio, vio en mi segundo cartel: «Aquí está don Juan Tenorio, y no hay hombre para él . Desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba; y a cualquier empresa abarca, si en oro o valor estriba. Búsquenle los reñidores; cérquenle los jugadores; quien se precie que le ataje, a ver si hay quien le aventaje en juego, en lid o en amores.» Esto escribí; y en medio año que mi presencia gozó Nápoles, no hay lance extraño, no hay escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por donde quiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé, y a las mujeres vendí. Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí. Ni reconocí sagrado, ni hubo ocasión ni lugar por mi audacia respetado; ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. A quien quise provoqué, con quien quiso me batí, y nunca consideré que pudo matarme a mí aquel a quien yo maté. A esto don Juan se arrojó, y escrito en este papel está cuanto consiguió: y lo que él aquí escribió, mantenido está por él. 
D. LUIS. Leed, pues. 
D. JUAN. No; oigamos antes vuestros bizarros extremos, y si traéis terminantes vuestras notas comprobantes, lo escrito cotejaremos. 
D. LUIS. Decís bien; cosa es que está, don Juan, muy puesta en razón; aunque, a mi ver, poco irá de una a otra relación. 
D. JUAN. Empezad, pues. 
D. LUIS. Allá va. Buscando yo, como vos, a mi aliento empresas grandes, dije: « ¿Dó iré, ¡vive Dios!, de amor y lides en pos, que vaya mejor que a Flandes? Allí, puesto que empeñadas guerras hay, a mis deseos habrá al par centuplicadas ocasiones extremadas de riñas y galanteos.» Y en Flandes conmigo di, mas con tan negra fortuna, que al mes de encontrarme allí todo mi caudal perdí, dobla a dobla, una por una. En tan total carestía mirándome de dineros, de mí todo el mundo huía; mas yo busqué compañía y me uní a unos bandoleros. Lo hicimos bien, ¡voto a tal!, y fuimos tan adelante, con suerte tan colosal, que entramos a saco en Gante el palacio episcopal. ¡Qué noche! Por el decoro de la Pascua, el buen Obispo bajó a presidir el coro, y aún de alegría me crispo al recordar su tesoro. Todo cayó en poder nuestro: mas mi capitán, avaro, puso mi parte en secuestro: reñimos, fui yo más diestro, y le crucé sin reparo. Juróme al punto la gente capitán, por más valiente: juréles yo amistad franca: pero a la noche siguiente huí, y les dejé sin blanca. Yo me acordé del refrán de que quien roba al ladrón ha cien años de perdón, y me arrojé a tal desmán mirando a mi salvación. Pasé a Alemania opulento: mas un provincial jerónimo, hombre de mucho talento, me conoció, y al momento me delató en un anónimo, Compré a fuerza de dinero la libertad y el papel; y topando en un sendero al fraile, le envié certero una bala envuelta en él. Salté a Francia. ¡Buen país!, y como en Nápoles vos, puse un cartel en París diciendo: «Aquí hay un don Luis que vale lo menos dos. Parará aquí algunos meses, Y no trae más intereses ni se aviene a más empresas, que a adorar a las francesas y a reñir con los franceses.» Esto escribí; y en medio año que mí presencia gozó París, no hubo lance extraño, ni hubo escándalo ni daño donde no me hallara yo. Mas, como don Juan, mi historia también a alargar renuncio; que basta para mi gloria la magnífica memoria que allí dejé con mi anuncio. Y cual vos, por donde fui la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé, y a las mujeres vendí. Mi hacienda llevo perdida tres veces: mas se me antoja reponerla, y me convida mi boda comprometida con doña Ana de Pantoja. Mujer muy rica me dan, y mañana hay que cumplir los tratos que hechos están; lo que os advierto, don Juan, por si queréis asistir. A esto don Luis se arrojó, y escrito en este papel está lo que consiguió: y lo que él aquí escribió, mantenido está por él. 
D. JUAN. La historia es tan semejante que está en el fiel la balanza, mas vamos a lo importante, que es el guarismo a que alcanza el papel: conque adelante. 
D. LUIS. Razón tenéis, en verdad. Aquí está el mío: mirad, por una línea apartados traigo los nombres sentados, para mayor claridad. 
D. JUAN. Del mismo modo arregladas mis cuentas traigo en el mío: en dos líneas separadas, los muertos en desafío, y las mujeres burladas. Contad. 
D. LUIS. Contad. D. JUAN. Veinte y tres. 
D. LUIS. Son los muertos. A ver vos. ¡Por la cruz de San Andrés! Aquí sumo treinta y dos.
D. JUAN. Son los muertos. 
D. LUIS. Matar es. 
D. JUAN. Nueve os llevo. 
D. LUIS. Me vencéis. Pasemos a las conquistas. 
D. JUAN. Sumo aquí cincuenta y seis. D. LUIS. Y yo sumo en vuestras listas setenta y dos. 
D. JUAN. Pues perdéis. 
D. LUIS. ¡Es increíble, don Juan! 
D. JUAN. Si lo dudáis, apuntados los testigos ahí están, que si fueren preguntados os lo testificarán. 
D. LUIS. ¡Oh! Y vuestra lista es cabal. 
D. JUAN. Desde una princesa real a la hija de un pescador, ¡oh!, ha recorrido mi amor toda la escala social. ¿Tenéis algo que tachar? 
D. LUIS. Sólo una os falta en justicia. 
D. JUAN. ¿Me la podéis señalar? 
D. LUIS. Sí, por cierto: una novicia que esté para profesar. 
D. JUAN. ¡Bah! Pues yo os complaceré doblemente, porque os digo que a la novicia uniré la dama de algún amigo que para casarse esté. 
D. LUIS. ¡Pardiez, que sois atrevido! 
D. JUAN. Yo os lo apuesto si queréis. 
D. LUIS. Digo que acepto el partido. Para darlo por perdido, ¿queréis veinte días? 
D. JUAN. Seis. 
D. LUIS. ¡Por Dios, que sois hombre extraño! ¿cuántos días empleáis en cada mujer que amáis? 
D. JUAN. Partid los días del año entre las que ahí encontráis. Uno para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. Pero, la verdad a hablaros, pedir más no se me antoja, porque, pues vais a casaros, mañana pienso quitaros a doña Ana de Pantoja.
D. LUIS. Don Juan, ¿qué es lo que decís? 
D. JUAN. Don Luis, lo que oído habéis. 
D. LUIS. Ved, don Juan, lo que emprendéis. 
D. JUAN. Lo que he de lograr, don Luis
D. GONZALO. ¡Insensatos! ¡Vive Dios que a no temblarme las manos a palos, como a villanos, os diera muerte a los dos! 
D. JUAN. Veamos. 
D. GONZALO. Excusado es, que he vivido lo bastante para no estar arrogante donde no puedo. 
D. JUAN. Idos, pues.
D. GONZALO. Antes, don Juan, de salir de donde oírme podáis, es necesario que oigáis lo que os tengo que decir. Vuestro buen padre don Diego, porque pleitos acomoda, os apalabró una boda que iba a celebrarse luego; pero por mí mismo yo, lo que erais queriendo ver, vine aquí al anochecer, y el veros me avergonzó. 
D. JUAN. ¡Por Satanás, viejo insano, que no sé cómo he tenido calma para haberte oído sin asentarte la mano! Pero di pronto quién eres, porque me siento capaz de arrancarte el antifaz con el alma que tuvieres. 
D. GONZALO. ¡Don Juan! 
D. JUAN. ¡Pronto! 
D. GONZALO. Mira, pues. 
D. JUAN. ¡Don Gonzalo! 
D. GONZALO. El mismo soy. Y adiós, don Juan: mas desde hoy no penséis en doña Inés. Porque antes que consentir en que se case con vos, el sepulcro, ¡juro a Dios!, por mi mano la he de abrir.
D. JUAN. Me hacéis reír, don Gonzalo; pues venirme a provocar, es como ir a amenazar a un león con un mal palo. Y pues hay tiempo, advertir os quiero a mi vez a vos, que o me la dais, o ¡por Dios, que a quitárosla he de ir! 
D. GONZALO. ¡Miserable! 
D. JUAN. Dicho está: sólo una mujer como ésta me falta para mi apuesta; ved, pues, que apostada va.
D. DIEGO. No puedo más escucharte, vil don Juan, porque recelo que hay algún rayo en el cielo preparado a aniquilarte. ¡Ah...! No pudiendo creer lo que de ti me decían, confiando en que mentían, te vine esta noche a ver. Pero te juro, malvado, que me pesa haber venido para salir convencido de lo que es para ignorado. Sigue, pues, con ciego afán en tu torpe frenesí, mas nunca vuelvas a mí; no te conozco, don Juan.
D. JUAN. Verte quiero. 
D. DIEGO. Nunca, en vano me lo pides. 
D. JUAN. ¿Nunca? 
D. DIEGO. No. 
D. JUAN. Cuando me cuadre. 
D. DIEGO. ¿Cómo? 
D. JUAN. Así. (Le arranca el antifaz.) 
TODOS. ¡Don Juan! 
D. DIEGO. ¡Villano! ¡Me has puesto en la faz la mano! 
D. JUAN. ¡Válgame Cristo, mi padre! 
D. DIEGO. Mientes, no lo fui jamás. 
D. JUAN. ¡Reportaos, con Belcebú! 
D. DIEGO. No, los hijos como tú son hijos de Satanás. Comendador, nulo sea lo hablado. 
D. GONZALO. Ya lo es por mí; vamos.
D. DIEGO. Sí, vamos de aquí donde tal monstruo no vea. Don Juan, en brazos del vicio desolado te abandono: me matas..., mas te perdono de Dios en el santo juicio. 
...
D. JUAN. Vamos. Conque, señores, quedamos en que la apuesta está en pie. 
AVELLANEDA. ¡Parece un juego ilusorio! 
CENTELLAS. ¡Sin verlo no lo creería! 
AVELLANEDA. Pues yo apuesto por Mejía. 
CENTELLAS. Y yo pongo por Tenorio.

Acto 2
DON LUIS. Ya estoy frente de la casa de doña Ana, y es preciso que esta noche tenga aviso de lo que en Sevilla pasa. 
...
D. LUIS. Jamás tal desasosiego tuve. Paréceme que es esta noche hora menguada para mí... y no sé qué vago presentimiento, qué estrago teme mi alma acongojada. ¡Por Dios que nunca pensé que a doña Ana amara así ni por ninguna sentí lo que por ella...! ¡Oh! Y a fe que de don Juan me amedrenta, no el valor, mas la ventura. Parece que le asegura Satanás en cuanto intenta. No, no; es un hombre infernal, Don Juan Tenorio 57 y téngome para mí que si me aparto de aquí, me burla, pese a Pascual.
...
D.ª ANA. ¿Quién va? 
D. LUIS. ¿No es Pascual? 
D.ª ANA. ¡Don Luis! 
D. LUIS. Doña Ana. 
D.ª ANA.. ¿Por la ventana llamas ahora? 
D. LUIS. ¡Ay, doña Ana, cuán a buen tiempo salís! 
D.ª ANA. Pues ¿qué hay, Mejía? 
D. LUIS. Un empeño por tu beldad, con un hombre que temo. 
D.ª ANA. Y ¿qué hay que te asombre en él, cuando eres tú el dueño de mi corazón? 
D. LUIS. Doña Ana, no lo puedes comprender, de ese hombre sin conocer nombre y suerte. 
D.ª ANA. Será vana su buena suerte conmigo. Ya ves, sólo horas nos faltan para la boda, y te asaltan vanos temores. 
D. LUIS. Testigo me es Dios que nada por mí me da pavor mientras tenga espada, y ese hombre venga cara a cara contra ti. Mas, como el león audaz, y cauteloso y prudente, como la astuta serpiente... 
D.ª ANA. ¡Bah! Duerme, don Luis, en paz, que su audacia y su prudencia nada lograrán de mí, que tengo cifrada en ti la gloria de mi existencia. 
D. LUIS. Pues bien, Ana, de ese amor que me aseguras en nombre, para no temer a ese hombre voy a pedirte un favor. 
D.ª ANA. Di; mas bajo, por si escucha tal vez alguno. 
D. LUIS. Oye, pues.
D. JUAN.  ... ¿mis encargos has cumplido? 
CIUTTI. Todos los he concluido mejor que pude esperar. 
D. JUAN. ¿La beata...? 
CIUTTI. Ésta es la llave de la puerta del jardín, que habrá que escalar al fin, pues como usarced ya sabe, las tapias de ese convento no tienen entrada alguna. 
D. JUAN. Y ¿te dio carta? 
CIUTTI. Ninguna; me dijo que aquí al momento iba a salir de camino; que al convento se volvía, y que con vos hablaría. 
D. JUAN. Mejor es. 
CIUTTI. Lo mismo opino.
D. JUAN. ¿Y los caballos? 
CIUTTI. Con silla y freno los tengo ya. 
D. JUAN. ¿Y la gente? 
CIUTTI. Cerca está. 
D. JUAN. Bien, Ciutti; mientras Sevilla tranquila en sueño reposa creyéndome encarcelado, otros dos nombres añado a mi lista numerosa. ¡Ja!, ¡ja! 
...
CIUTTI. Al doblar la esquina, en esa reja vecina he visto a un hombre. 
D. JUAN. Don Luis. 
...
D. JUAN. Corre y atájale, que en ello el vencer consiste. 
CIUTTI. ¿Mas si el truhán se resiste? 
D. JUAN. Entonces, de un tajo, rájale.


BRÍGIDA. ¿Caballero? 
D. JUAN. ¿Quién va allá? 
BRÍGIDA. ¿Sois don Juan? 
D. JUAN. ¡Por vida de...! ¡Si es la beata! ¡Y a fe que la había olvidado ya! Llegaos, don Juan soy yo. BRÍGIDA. ¿Estáis solo? 
D. JUAN. Con el diablo. 
BRÍGIDA. ¡Jesucristo! 
D. JUAN. Por vos lo hablo. 
BRÍGIDA. ¿Soy yo el diablo? 
D. JUAN. Creoló. 
BRÍGIDA. ¡Vaya! ¡Qué cosas tenéis! Vos sí que sois un diablillo...
D. JUAN. Que te llenará el bolsillo si le sirves. 
BRÍGIDA. Lo veréis. 
D. JUAN. Descarga, pues, ese pecho. ¿Qué hiciste? 
BRÍGIDA. ¡Cuanto me ha dicho vuestro paje...! ¡Y qué mal bicho es ese Ciutti! 
D. JUAN. ¿Qué ha hecho? 
BRÍGIDA. ¡Gran bribón! 
D. JUAN. ¿No os ha entregado un bolsillo y un papel? 
BRÍGIDA. Leyendo estará ahora en él doña Inés. 
D. JUAN. ¿La has preparado? 
BRÍGIDA. Vaya; y os la he convencido con tal maña y de manera, que irá como una cordera tras vos. D. JUAN. ¡Tan fácil te ha sido! 
BRÍGIDA. ¡Bah! Pobre garza enjaulada, dentro la jaula nacida, ¿qué sabe ella si hay más vida ni más aire en que volar? Si no vio nunca sus plumas del sol a los resplandores, ¿qué sabe de los colores de que se puede ufanar? No cuenta la pobrecilla diez y siete primaveras, y aún virgen a las primeras impresiones del amor, nunca concibió la dicha fuera de su pobre estancia, tratada desde su infancia con cauteloso rigor. Y tantos años monótonos de soledad y convento tenían su pensamiento ceñido a punto tan ruin, a tan reducido espacio, y a círculo tan mezquino, que era el claustro su destino y el altar era su fin. «Aquí está Dios», la dijeron; y ella dijo: «Aquí le adoro.» «Aquí está el claustro y el coro.» Y pensó: «No hay más allá.» Y sin otras ilusiones que sus sueños infantiles, pasó diez y siete abriles sin conocerlo quizá. 
D. JUAN. ¿Y está hermosa? 
BRÍGIDA. ¡Oh! Como un ángel. 
D. JUAN. ¿Y la has dicho...? 
BRÍGIDA. Figuraos si habré metido mal caos en su cabeza, don Juan. La hablé del amor, del mundo, de la corte y los placeres, de cuánto con las mujeres erais pródigo y galán. La dije que erais el hombre por su padre destinado para suyo: os he pintado muerto por ella de amor, desesperado por ella y por ella perseguido, y por ella decidido a perder vida y honor. En fin, mis dulces palabras, al posarse en sus oídos, sus deseos mal dormidos arrastraron de sí en pos; y allá dentro de su pecho han inflamado una llama de fuerza tal, que ya os ama y no piensa más que en vos. 
D. JUAN. Tan incentiva pintura los sentidos me enajena, y el alma ardiente me llena de su insensata pasión. Empezó por una apuesta, siguió por un devaneo, engendró luego un deseo, y hoy me quema el corazón. Poco es el centro de un claustro, ¡al mismo infierno bajara, y a estocadas la arrancara de los brazos de Satán! ¡Oh! Hermosa flor, cuyo cáliz al rocío aún no se ha abierto, a trasplantarte va al huerto de sus amores don. Juan. ¿Brígida? 
BRÍGIDA. Os estoy oyendo, y me hacéis perder el tino: yo os creía un libertino sin alma y sin corazón. D. JUAN. ¿Eso extrañas? ¿No está claro que en un objeto tan noble hay que interesarse doble que en otros? 
BRÍGIDA. Tenéis razón. 
D. JUAN. ¿Conque a qué hora se recogen las madres? 
BRÍGIDA. Ya recogidas estarán. ¿Vos prevenidas todas las cosas tenéis? 
D. JUAN. Todas. 
BRÍGIDA. Pues luego que doblen a las ánimas, con tiento saltando al huerto, al convento fácilmente entrar podéis con la llave que os he enviado: de un claustro oscuro y estrecho es; seguidle bien derecho, y daréis con poco afán en nuestra celda. 
D. JUAN. Y si acierto a robar tan gran tesoro, te he de hacer pesar en oro. 
BRÍGIDA. Por mí no queda, don Juan. 
D. JUAN. Ve y aguárdame. 
BRÍGIDA. Voy, pues, a entrar por la portería, y a cegar a sor María la tornera. Hasta después
LUCÍA. ¿Qué queréis, buen caballero? 
D. JUAN. Quiero. 
LUCÍA. ¿Qué queréis? Vamos a ver. 
D. JUAN. Ver. 
LUCÍA. ¿Ver? ¿Qué veréis a esta hora? 
D. JUAN. A tu señora. 
LUCÍA. Idos, hidalgo, en mal hora; ¿quién pensáis que vive aquí? 
D. JUAN. Doña Ana Pantoja, y quiero ver a tu señora. 
LUCÍA. ¿Sabéis que casa doña Ana? 
D. JUAN. Sí, mañana. 
LUCÍA. ¿Y ha de ser tan infiel ya? 
D. JUAN. Sí será. 
LUCÍA. ¿Pues no es de don Luis Mejía? 
D. JUAN. ¡Ca! Otro día. Hoy no es mañana, Lucía: yo he de estar hoy con doña Ana, y si se casa mañana, mañana será otro día. 
LUCÍA. ¡Ah! ¿En recibiros está? 
D. JUAN. Podrá. 
LUCÍA. ¿Qué haré si os he de servir? 
D. JUAN. Abrir. 
LUCÍA. ¡Bah! ¿Y quién abre este castillo? 
D. JUAN. Ese bolsillo. 
LUCÍA. ¿Oro? 
D. JUAN. Pronto te dio el brillo. 
LUCÍA. ¡Cuánto! 
D. JUAN. De cien doblas pasa. 
LUCÍA. ¡Jesús! 
D. JUAN. Cuenta y di: ¿esta casa podrá abrir este bolsillo? 
LUCÍA. Oh! Si es quien me dora el pico... 
D. JUAN. Muy rico. (Interrumpiéndola.) 
LUCÍA. ¿Sí? ¿Qué nombre usa el galán? 
D. JUAN. Don Juan. 
LUCÍA. ¿Sin apellido notorio? 
D. JUAN. Tenorio. 
LUCÍA. ¡Ánimas del purgatorio! ¿Vos don Juan?
..
LUCÍA. ¡Bah! Ir en brazos del destino... 
D. JUAN. Dobla el oro. 
LUCÍA. Me acomodo. 
D. JUAN. Pues mira cómo de todo se asegura tu buen tino. 
LUCÍA. Dadme algún tiempo, ¡pardiez! 
D. JUAN. A las diez. 
LUCÍA. ¿Dónde os busco, o vos a mí? 
D. JUAN. Aquí.
D. JUAN. (Riéndose.) Con oro nada hay que falle: Ciutti ya sabes mi intento: a las nueve en el convento; a las diez, en esta calle.

Acto 3
ABADESA. ¿Conque me habéis entendido? 
D.ª INÉS. Sí, señora. 
ABADESA. Está muy bien; la voluntad decisiva de vuestro padre tal es. Sois joven, cándida y buena; vivido en el claustro habéis casi desde que nacisteis; y para quedar en él atada con santos votos para siempre, ni aún tenéis, como otras, pruebas difíciles ni penitencias que hacer. ¡Dichosa mil veces vos! 
...
ABADESA: ... ¿Mas por qué estáis cabizbaja? ¿Por qué no me respondéis como otras veces, alegre, cuando en lo mismo os hablé? ¿Suspiráis?... ¡Oh!, ya comprendo: de vuelta aquí hasta no ver a vuestra aya, estáis inquieta; pero nada receléis. A casa de vuestro padre fue casi al anochecer, y abajo en la portería estará: yo os la enviaré, que estoy de vela esta noche. Conque, vamos, doña Inés, recogeos, que ya es hora: mal ejemplo no me deis a las novicias, que ha tiempo que duermen ya: hasta después. 
D.ª INÉS. Id con Dios, madre abadesa. 
ABADESA. Adiós, hija.
BRÍGIDA. Buenas noches, doña Inés. 
D.ª INÉS. ¿Cómo habéis tardado tanto? 
BRÍGIDA. Voy a cerrar esta puerta. 
D.ª INÉS. Hay orden de que esté abierta. 
BRÍGIDA. Eso es muy bueno y muy santo para las otras novicias que han de consagrarse a Dios, no, doña Inés, para vos. 
D.ª INÉS. Brígida, ¿no ves que vicias las reglas del monasterio que no permiten...? 
BRÍGIDA. ¡Bah!, ¡bah! Más seguro así se está, y así se habla sin misterio ni estorbos: ¿habéis mirado el libro que os he traído? 
D.ª INÉS. ¡Ay!, se me había olvidado. 
BRÍGIDA. ¡Pues me hace gracia el olvido!
D.ª INÉS. ¡Como la madre abadesa se entró aquí inmediatamente!
BRÍGIDA. ¡Vieja más impertinente! 
D.ª INÉS. ¿Pues tanto el libro interesa? 
BRÍGIDA. ¡Vaya si interesa! Mucho. ¿Pues quedó con poco afán el infeliz! 
D.ª INÉS. ¿Quién? 
BRÍGIDA. Don Juan. 
D.ª INÉS. ¡Válgame el cielo! ¡Qué escucho! ¿Es don Juan quien me le envía? 
BRÍGIDA. Por supuesto. 
D.ª INÉS. ¡Oh! Yo no debo tomarle. 
BRÍGIDA. ¡Pobre mancebo! Desairarle así, sería matarle. 
D.ª INÉS. ¿Qué estás diciendo? 
BRÍGIDA. Si ese horario no tomáis, tal pesadumbre le dais que va a enfermar; lo estoy viendo. 
D.ª INÉS. ¡Ah! No, no: de esa manera, le tomaré. 
BRÍGIDA. Bien haréis. 
D.ª INÉS. ¡Y qué bonito es! 
BRÍGIDA. Ya veis; quien quiere agradar, se esmera.
D.ª INÉS. Con sus manecillas de oro. ¡Y cuidado que está prieto! A ver, a ver si completo contiene el rezo del coro. (Le abre, y cae una carta de entre sus hojas.) Mas, ¿qué cayó? 
BRÍGIDA. Un papelito. 
D.ª INÉS. Una carta! 
BRÍGIDA. Claro está; en esa carta os vendrá ofreciendo el regalito. 
D.ª INÉS. ¡Qué! ¿Será suyo el papel? 
BRÍGIDA. ¡Vaya, que sois inocente! Pues que os feria, es consiguiente que la carta será de él. 
D.ª INÉS. ¡Ay, Jesús! 
BRÍGIDA. ¿Qué es lo que os da? 
D.ª INÉS. Nada, Brígida, no es nada. 
BRÍGIDA. No, no; si estáis inmutada. (Ya presa en la red está.) ¿Se os pasa? 
D.ª INÉS. Sí. 
BRÍGIDA. Eso habrá sido cualquier mareíllo vano. 
D.ª INÉS. ¡Ay! Se me abrasa la mano con que el papel he cogido.
...
D.ª INÉS. No sé: desde que le vi, Brígida mía, y su nombre me dijiste, tengo a ese hombre siempre delante de mí. Por doquiera me distraigo con su agradable recuerdo, y si un instante le pierdo, en su recuerdo recaigo. No sé qué fascinación en mis sentidos ejerce, que siempre hacia él se me tuerce la mente y el corazón: y aquí y en el oratorio, y en todas partes, advierto que el pensamiento divierto con la imagen de Tenorio. 
BRÍGIDA. ¡Válgame Dios! Doña Inés, según lo vais explicando, tentaciones me van dando de creer que eso amor es. 
D.ª INÉS. ¡Amor has dicho! 
BRÍGIDA. Sí, amor. 
D.ª INÉS. No, de ninguna manera. 
BRÍGIDA. Pues por amor lo entendiera el menos entendedor; mas vamos la carta a ver: ¿en qué os paráis? ¿Un suspiro? 
D.ª INÉS. ¡Ay!, que cuanto más la miro, menos me atrevo a leer. (Lee.) «Doña Inés del alma mía.» ¡Virgen Santa, qué principio! 
BRÍGIDA. Vendrá en verso, y será un ripio que traerá la poesía. Vamos, seguid adelante. 
D.ª INÉS. (Lee.) «Luz de donde el sol la toma, hermosísima paloma privada de libertad, si os dignáis por estas letras pasar vuestros lindos ojos, no los tornéis con enojos sin concluir, acabad.» 
BRÍGIDA. ¡Qué humildad! ¡Y que finura! ¿Dónde hay mayor rendimiento? 
D.ª INÉS. Brígida, no sé qué siento. 
BRÍGIDA. Seguid, seguid la lectura. 
D.ª INÉS. (Lee.) «Nuestros padres de consuno nuestras bodas acordaron, porque los cielos juntaron los destinos de los dos. Y halagado desde entonces con tan risueña esperanza, mi alma, doña Inés, no alcanza otro porvenir que vos. De amor con ella en mi pecho brotó una chispa ligera, que han convertido en hoguera tiempo y afición tenaz: y esta llama que en mí mismo se alimenta inextinguible, cada día más terrible va creciendo y más voraz.» 
BRÍGIDA. Es claro; esperar le hicieron en vuestro amor algún día, y hondas raíces tenía cuando a arrancársele fueron. Seguid. 
D.ª INÉS. (Lee.) «En vano a apagarla concurren tiempo y ausencia, que doblando su violencia, no hoguera ya, volcán es. Y yo, que en medio del cráter desamparado batallo, suspendido en él me hallo entre mi tumba y mi Inés.» 
BRÍGIDA. ¿Lo veis, Inés? Si ese horario le despreciáis, al instante le preparan el sudario.
D.ª INÉS. Yo desfallezco. 
BRÍGIDA. Adelante. 
D.ª INÉS. (Lee.) «Inés, alma de mi alma, perpetuo imán de mi vida, perla sin concha escondida entre las algas del mar; garza que nunca del nido tender osastes el vuelo, el diáfano azul del cielo para aprender a cruzar: si es que a través de esos muros el mundo apenada miras, y por el mundo suspiras de libertad con afán, acuérdate que al pie mismo de esos muros que te guardan, para salvarte te aguardan los brazos de tu don Juan.» (Representa.) ¿Qué es lo que me pasa, ¡cielo! que me estoy viendo morir? BRÍGIDA. (Ya tragó todo el anzuelo.) Vamos, que está al concluir. 
D.ª INÉS. (Lee.) «Acuérdate de quien llora al pie de tu celosía y allí le sorprende el día y le halla la noche allí; acuérdate de quien vive sólo por ti, ¡vida mía! y que a tus pies volaría si le llamaras a ti.»
BRÍGIDA. ¿Lo veis? Vendría. 
D.ª INÉS. ¡Vendría! 
BRÍGIDA. A postrarse a vuestros pies. 
D.ª INÉS. ¿Puede? 
BRÍGIDA. ¡Oh!, sí. 
D.ª INÉS. ¡Virgen María! 
BRÍGIDA. Pero acabad, doña Inés. 
D.ª INÉS. (Lee.) «Adiós, ¡oh luz de mis ojos! Adiós, Inés de mi alma: medita, por Dios, en calma las palabras que aquí van: y si odias esa clausura, que ser tu sepulcro debe, manda, que a todo se atreve por tu hermosura don Juan.» (Representa DOÑA INÉS.) ¡Ay! ¿Qué filtro envenenado me dan en este papel, que el corazón desgarrado me estoy sintiendo con él? ¿Qué sentimientos dormidos son los que revela en mí? ¿Qué impulsos jamás sentidos? ¿Qué luz, que hasta hoy nunca vi? ¿Qué es lo que engendra en mi alma tan nuevo y profundo afán? ¿Quién roba la dulce calma de mi corazón? 
BRÍGIDA. Don Juan.
... 
BRÍGIDA. ¿De quién ha de ser? De ese don Juan que amáis tanto, porque puede aparecer. 
D.ª INÉS. ¡Me amedrentas! ¿Puede ese hombre llegar hasta aquí? 
BRÍGIDA. Quizá. Porque el eco de su nombre tal vez llega adonde está. 
D.ª INÉS. ¡Cielos! ¿Y podrá?...
BRÍGIDA. ¿Quién sabe? 
D.ª INÉS. ¿Es un espíritu, pues? 
BRÍGIDA. No, mas si tiene una llave... 
D.ª INÉS. ¡Dios! 
BRÍGIDA. Silencio, doña Inés: ¿no oís pasos? 
D.ª INÉS. ¡Ay! Ahora nada oigo. 
BRÍGIDA. Las nueve dan. Suben...,se acercan... Señora... Ya está aquí. 
D.ª INÉS. ¿Quién? 
BRÍGIDA. Él. 
D.ª INÉS. ¡Don Juan! 
D.ª INÉS. ¿Qué es esto? Sueño..., deliro. 
D. JUAN. ¡Inés de mi corazón! 
D.ª INÉS. ¿Es realidad lo que miro, o es una fascinación...? Tenedme.... apenas respiro... Sombra.... huye por compasión. ¡Ay de mí...!
...
ABADESA. Sois padre, y es vuestro afán muy justo, comendador; mas ved que ofende a mi honor. 
D. GONZALO. No sabéis quién es don Juan. 
ABADESA. Aunque le pintáis tan malo, yo os puedo decir de mí, que mientras Inés esté aquí, segura está, don Gonzalo.
...
D. GONZALO. ¡Ay! Por qué tiemblo no sé. ¡Mas qué veo, santo Dios! Un papel..., me lo decía a voces mi mismo afán. (Leyendo.) «Doña Inés del alma mía...» Y la firma de don Juan. Ved..., ved..., esa prueba escrita. Leed ahí... ¡Oh! Mientras que vos por ella rogáis a Dios viene el diablo y os la quita.
TORNERA. No acierto a hablar... He visto a un hombre saltar por las tapias de la huerta. 
D. GONZALO. ¿Veis? Corramos: ¡ay de mí! 
ABADESA. ¿Dónde vais, comendador? 
D. GONZALO. ¡Imbécil!, tras de mi honor, que os roban a vos de aquí.

Acto 4
D.ª INÉS. Dios mío, ¡cuánto he soñado! Loca estoy: ¿qué hora será? ¿Pero qué es esto, ay de mí? No recuerdo que jamás haya visto este aposento. ¿Quién me trajo aquí? 
BRÍGIDA. Don Juan.
...
D.ª INÉS. Pero, en fin, ¿en dónde estamos? 
BRÍGIDA. Mirad, mirad por este balcón, y alcanzaréis lo que va desde un convento de monjas a una quinta de don Juan.
...
BRÍGIDA. Escuchad. Estabais en el convento leyendo con mucho afán una carta de don Juan, cuando estalló en un momento un incendio formidable.
...
BRÍGIDA. ... viendo que ibais a abrasaros, se metió para salvaros, por donde pudo mejor. Vos, al verle así asaltar la celda tan de improviso, os desmayasteis..., preciso; la cosa era de esperar. Y él, cuando os vio caer así, en sus brazos os tomó y echó a huir; yo le seguí, y del fuego nos sacó. ¿Dónde íbamos a esta hora? Vos seguíais desmayada, yo estaba ya casi ahogada. Dijo, pues: «Hasta la aurora en mi casa las tendré.» Y henos, doña Inés, aquí.
...
BRÍGIDA. Doña Inés, la existencia os ha salvado. 
D.ª INÉS. Sí, pero me ha envenenado el corazón. 
BRÍGIDA. ¿Le amáis, pues? 
D.ª INÉS. No sé ..., mas, por compasión, huyamos pronto de ese hombre, tras de cuyo solo nombre se me escapa el corazón.
...
D. JUAN. ¿A dónde vais, doña Inés? 
D.ª INÉS. Dejadme salir, don Juan. 
D. JUAN. ¿Que os deje salir? 
BRÍGIDA. Señor, sabiendo ya el accidente del fuego, estará impaciente por su hija el comendador. 
D. JUAN. ¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado por don Gonzalo, que ya dormir tranquilo le hará el mensaje que le he enviado. 
D.ª INÉS. ¿Le habéis dicho...? 
D. JUAN. Que os hallabais bajo mi amparo segura, y el aura del campo pura, libre, por fin, respirabais. ¡Cálmate, pues, vida mía! Reposa aquí; y un momento olvida de tu convento la triste cárcel sombría. ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga, llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando el día, ¿no es cierto, paloma mía, que están respirando amor? Esa armonía que el viento recoge entre esos millares de floridos olivares, que agita con manso aliento; ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador, llamando al cercano día, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor? Y estas palabras que están filtrando insensiblemente tu corazón, ya pendiente de los labios de don Juan, y cuyas ideas van inflamando en su interior un fuego germinador no encendido todavía, ¿no es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas convidándome a beberlas, evaporarse, a no verlas, de sí mismas al calor; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿no es verdad, hermosa mía, que están respirando amor? ¡Oh! Sí. bellísima Inés, espejo y luz de mis ojos; escucharme sin enojos, como lo haces, amor es: mira aquí a tus plantas, pues, todo el altivo rigor de este corazón traidor que rendirse no creía, adorando vida mía, la esclavitud de tu amor.
D.ª INÉS. Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, que no podré resistir mucho tiempo sin morir, tan nunca sentido afán. ¡Ah! Callad, por compasión, que oyéndoos, me parece que mi cerebro enloquece, y se arde mi corazón. ¡Ah! Me habéis dado a beber un filtro infernal sin duda, que a rendiros os ayuda la virtud de la mujer. Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto, que a vos me atrae en secreto como irresistible imán. Tal vez Satán puso en vos su vista fascinadora, su palabra seductora, y el amor que negó a Dios. ¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí? No, don Juan, en poder mío resistirte no está ya: yo voy a ti, como va sorbido al mar ese río. Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión o arráncame el corazón, o ámame, porque te adoro. 
D. JUAN. ¡Alma mía! Esa palabra cambia de modo mi ser, que alcanzo que puede hacer hasta que el Edén se me abra. No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí: es Dios, que quiere por ti ganarme para él quizás No; el amor que hoy se atesora en mi corazón mortal, no es un amor terrenal como el que sentí hasta ahora; no es esa chispa fugaz que cualquier ráfaga apaga; es incendio que se traga cuanto ve, inmenso voraz. Desecha, pues, tu inquietud, bellísima doña Inés, porque me siento a tus pies capaz aún de la virtud. Sí; iré mi orgullo a postrar ante el buen comendador, y o habrá de darme tu amor, o me tendrá que matar. 
D.ª INÉS. ¡Don Juan de mi corazón! 
D. JUAN. ¡Silencio! ¿Habéis escuchado? 
D.ª INÉS. ¿Qué? 
D. JUAN. Sí, una barca ha atracado (Mira por el balcón.) debajo de ese balcón, Un hombre embozado de ella salta... Brígida, al momento pasad a ese otro aposento, y perdonad, Inés bella, si solo me importa estar. 
D.ª INÉS. ¿Tardarás? 
D. JUAN. Poco ha de ser. 
D.ª INÉS. A mi padre hemos de ver. 
D. JUAN. Sí, en cuanto empiece a clarear. Adiós.
D. JUAN. En conclusión, señor Mejía,¿es decir, que porque os gané la apuesta queréis que acabe la fiesta con salirnos a batir? 
D. LUIS. Estáis puesto en la razón: la vida apostado habemos, y es fuerza que nos paguemos. 
D. JUAN. Soy de la misma opinión. Mas ved que os debo advertir que sois vos quien la ha perdido.
...
D. JUAN. ¡Comendador! 
D. GONZALO. Miserable, tú has robado a mí hija Inés de su convento, y yo vengo por tu vida, o por mi bien.
...
D. JUAN. Comendador, yo idolatro a doña Inés, persuadido de que el cielo nos la quiso conceder para enderezar mis pasos por el sendero del bien.
...
Su amor me torna en otro hombre, regenerando mi ser, y ella puede hacer un ángel de quien un demonio fue. Escucha, pues, don Gonzalo, lo que te puede ofrecer el audaz don Juan Tenorio de rodillas a tus pies. Yo seré esclavo de tu hija, en tu casa viviré, tú gobernarás mi hacienda, diciéndome esto ha de ser. El tiempo que señalares, en reclusión estaré; cuantas pruebas exigieres de mi audacia o mi altivez, del modo que me ordenares con sumisión te daré: y cuando estime tu juicio que la puedo merecer, yo la daré un buen esposo y ella me dará el Edén. 
D. GONZALO. Basta, don Juan; no sé cómo me he podido contener, oyendo tan, torpes pruebas de tu infame avilantez.
...
D. GONZALO. ¡Asesino! (Cae.) 
D. JUAN. Y tú, insensato, que me llamas vil ladrón, di en prueba de tu razón que cara a cara te mato. (Riñen, y le da una estocada.) 
D. LUIS ¡Jesús! (Cae.) 
D. JUAN. Tarde tu fe ciega acude al cielo, Mejía, y no fue por culpa mía; pero la justicia llega, y a fe que ha de ver quién soy. 
CIUTTI. (Dentro.) ¿Don Juan? 
D. JUAN. (Asomando al balcón.) ¿Quién es? 
CIUTTI. Por aquí; salvaos. 
D. JUAN. ¿Hay paso? 
CIUTTI. Sí; arrojaos. 
D. JUAN. Allá voy. Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda el cielo, y no yo.
D.ª INÉS. ¡Ah, qué horror, padre mío! 
ALGUACIL 1.º ¡Es su hija! 
BRÍGIDA. Sí. 
D.ª INÉS. ¡Ay! ¿Dó estás, don Juan, que aquí me olvidas en tal dolor? 
ALGUACIL 1.º Él le asesinó. 
D.ª INÉS. ¡Dios mío! ¿Me guardabas esto más? 
ALGUACIL 2.º Por aquí ese Satanás se arrojó, sin duda, al río.
ALGUACIL 1.º Miradlos..., a bordo están del bergantín calabrés. 
TODOS. ¡Justicia por doña Inés! 
D.ª INÉS. Pero no contra don Juan. 

FIN DE LA PRIMERA PARTE