sábado, 18 de octubre de 2014

La princesa caprichosa


   Érase una vez un apuesto príncipe, que estaba enamorado de una bellísima princesa, hija de un emperador. El príncipe era amado por sus súbditos por su bondad, simpatía e inteligencia; pero el Príncipe no era rico: aparte de sus buenas cualidades, sólo podía ofrecer a su amada princesa una rosa encantada y un ruiseñor de dulcísimo y armonioso canto.
  La rosa brotaba cada cinco años en un espino que solamente daba una flor de sin par hermosura. Y el ruiseñor se posaba en sus ramas entonando las melodías más hermosas que pudieran escuchar los hombres.

 Eran las dos cosas más estimadas por el príncipe; y precisamente por ello, las guardó cuidadosamente en unos cofres de oro y plata, que entregó a unos mensajeros para que los llevaran a la princesa.
 - Llevadlos a la hija del emperador - dijo a los mensajeros- y pedidle que me acepte por esposo.


 Pero la princesa no sabría apreciar la delicadeza y generosidad del príncipe, porque era tan caprichosa como atolondrada. Cuando llegaron los cofres, la princesa estaba jugando con las damas a la gallinita ciega; se puso muy contenta al oír a los mensajeros que un apuesto príncipe la pedía por esposa y le enviaba dos preciosos regalos.
- ¡Oh!- palmoteó la caprichosa princesa-. ¡Espero que el cofre tenga un pequeño gatito!
El mensajero abrió el cofre y apareció a la vista de todos una rosa maravillosa.


  - ¡Qué hermosa! - dijeron las damas de honor. 
  - ¡Preciosa, preciosa! - exclamó el emperador.


Pero la princesa tocó la flor y se puso de mal humor, a punto de llorar; luego tiró al suelo la rosa y la pisoteó mientras gritaba:
- ¡No me gusta, no me gusta! ¡Ni siquiera es una rosa artificial: sólo es una flor natural!


El emperador, que era muy pacífico y no quería ver disgustada a su hija, dijo a la princesa:
- Cálmate, hija mía. Abramos el segundo cofre: seguramente guardará un obsequio de tu agrado.
Entonces, la princesa dio unas palmadas llamando a los criados, diciéndo al mismo tiempo:
- ¡Traed el segundo cofre enseguida!


Y un momento después, el segundo cofre, de plata, descansaba a los pies de la princesa que, impaciente y ansiosa, levantó la tapa.


  En el mismo instante, el ruiseñor salió volando y, después de revolotear por la habitación, fue a posarse en uno de los asientos del trono.
- ¡Es delicioso! - dijeron las damas de honor.
- ¡Maravilloso, maravilloso! - exclamó el emperador escuchando conmovido al ruiseñor
. Pero la princesa caprichosa dijo:
- ¡Espero que, al menos el pájaro, sea de juguete y no un pájaro vulgar!
- ¡Pero Alteza, es un auténtico y maravilloso ruiseñor! -aseguraron los mensajeros del Príncipe.
- Entonces podéis dejar que vuele libremente, porque no lo quiero -decidió l antojadiza princesa-; y decid a vuestro príncipe que no quiero verle.


Tal vez hayáis pensado que, al saberlo, el príncipe quedó desanimado y triste. Pero no el príncipe no se daba tan fácilmente por vencido.
 Cambió su ropa por la de uno de sus criados, se ensució todo el cuerpo , se tiznó bien la cara y, poniéndose un viejo sombrero, se encaminó al palacio y consiguió ser recibido por el emperador.


 - Buenos días, Imperial Majestad - saludó al soberano-: ¿tenéis en el palacio algún trabajo para mí?
- Sí, hay un puesto para ti - dijo el emperador-: necesitamos un hombre que guarde los cerdos.

Y el príncipe fue nombrado porquerizo, instalándose en una mísera cabaña próxima a la pocilga en que vivían los cerdos.
  Allí trabajó durante toda la noche y , a la mañana siguiente, había terminado de fabricar un puchero mágico adornado con unas lindas campanitas en su derredor. Y cuando el puchero empezaba a hervir, las campanillas sonaban alegremente tocando una melodía maravillosa. Y aún tenía otra cualidad curiosísima aquel puchero mágico: quien ponía su dedo al humo que despedía, podía oler la comida que en aquel momento se estuviese guisando en cualquier cocina de la ciudad.


 No tardó mucho tiempo en pasar cerca de aquel lugar la princesa acompañada de sus damas y, al escuchar la musiquilla del puchero, se detuvieron todas.
  - ¡Oh, es mi melodía preferida! - exclamó la princesa. Y añadió dirigiéndose a una de sus damas-: Vete y pregunta al porquerizo cuánto quiere a cambio de su puchero mágico.
 - Sí, Alteza - respondió la dama.


Y se dirigió al porquerizo tratando de disimular la repugnancia que le producía acercarse a aquel hombre tan sucio y tener que pisar con sus brillantes zapatitos aquel terreno lleno de porquería.
- ¿Cuánto quieres por tu puchero? - preguntó.
- Bailar con la princesa una polca de media hora - contestó el porquerizo.
La dama volvió junto a la princesa y no se atrevía a decir la extravagante pretensión del porquerizo.
- ¿Tan extraordinario es lo que pide? - dijo la princesa-. Pues dímelo al oído.
 En cuanto la dama comunicó a su señora el mensaje del porquerizo, la princesa hizo un gesto de desprecio y exclamó muy enojada:
- ¡Qué hombre tan grosero e impertinente!
 Y comenzó a andar seguida de sus damas. Pero en aquel mismo momento, empezó otra vez a sonar la maravillosa música del puchero.
- ¡Esperad! - dijo a sus damas la princesa al mismo tiempo que se detenían todas-. Preguntadle si le es lo mismo bailar con una de vosotras.
 Pero el porquerizo se mostró muy testarudo.
- Bailaré con la princesa una polca de media hora o me quedare con mi puchero mágico - contestó.
 Y la caprichosa princesa terminó por ceder.
- ¡Ha de ser mío el puchero mágico!- dijo a sus damas.


Venid y colocaos alrededor de mí para que mi padre no vea cómo bailo con el porquerizo.
Y la princesa bailó con el porquerizo mientras las damas se ponían en su derredor y extendían sus vestidos al fin de que nadie pudiera verlos.



De este modo, el puchero mágico pasó a ser propiedad de la princesa y durante varios días la caprichosa hija del emperador se divirtió con sus damas haciendo hervir el puchero mágico y adivinando lo que se cocinaba en todas las casas del reino.
- ¡Sabemos quién tiene pastel, quién tiene guisado y quién tiene potaje! - decían las damas.
- Sí -decía la princesa-; pero guardadme el secreto para que no se entere mi padre, el emperador.

  Días después, el porquerizo fabricó un cascabel que tocaba todas las melodías y ritmos del mundo.
- ¡Oh, es maravilloso! - exclamó la princesa cuando lo oyó-. Preguntadle qué quiere por su cascabel. Pero advertidle que no volveré a bailar con él por nada del mundo: el otro día me ensució mi mejor vestido.

- Quiero bailar con la princesa dos horas seguidas - fue la contestación del extraño porquerizo-: de lo contrario, me quedaré con mi cascabel mágico.


.Y por mucho que porfió la princesa, al final no tuvo otro remedio que aceptar las condiciones del porquerizo.

  Así que, las damas rodearon nuevamente a la princesa y al porquerizo, mientras éstos iniciaban su baile de dos horas de duración.
  Y sucedió que el emperador acertó a asomarse a uno de los balcones del palacio y quedó intrigado al ver a las damas formando un corro alrededor de alguien a quien el soberano no lograba ver.
- ¿Qué estarán haciendo las damas de mi hija precisamente junto a la casa del porquerizo? -se preguntó el emperador.

Ni los bailarines ni ninguna de las damas se dieron cuenta de que el emperador se había aproximado al grupo, hasta que el soberano gritó:


- ¡Fuera todos de mi vista! ¡Y tú - añadió dirigiéndose a la princesa-, te casarás con ese hombre y no entrarás jamás en mi palacio: desde este momento, ya no te considero hija mía!
 ¡Qué disgusto tan enorme recibió la princesa!
- ¡Ay! -se dolía la infeliz-. ¡La culpa es mía por no haberme querido casar con el príncipe! ¡Y ahora tendré por esposo a este sucio porquerizo!


 Pero, quieras que no, la princesa hubo de casarse con el porquerizo y vivir con él en su chozo, al lado de la pocilga.


  Las primeras semanas, la pobre princesa no cesaba de llorar su desventura; pero su marido la trataba sin miramientos y la obligaba a preparar la comida, a limpiar su vivienda, la pocilga y sus alrededores.


  Mas, pasado cierto tiempo, la princesa supo encontrar alegría en su trabajo y descubrió las bellas cualidades que poseía su esposo. Sí, la princesa se enamoró profundamente del porquerizo y, en cuanto conquistó su cariño, no le habría cambiado por ningún príncipe de la tierra.
   

  El emperador supo por sus servidores la gran transformación operada en su hija y ardía en deseos de llevarla nuevamente al palacio; pero ¿cómo podría admitir al porquerizo como yerno suyo? Y muchas veces se sentía pesaroso de haber tomado una resolución tan extremada en un momento de mal humor.
Hasta que un día, el porquerizo dijo a su esposa:
- Ponte tu vestido de princesa; me gustaría verte como el día que te conocí. 


 La princesa obedeció por complacer a su esposo:
- Muy bien, amada esposa -dijo el porquerizo-; ahora, iremos a visitar a tu padre.


Una fina lluvia caía en aquel momento, y ante el asombro de la princesa, el porquerizo quedó transformado en el apuesto príncipe que era en realidad. 



 El emperador los recibió con gran alegría y desde entonces vivieron felices y amados por todos.

                                                  FIN

  Nota: Texto tomado y adaptado levemente de "Selección de cuentos. Andersen, Grimm y otros" Publicaciones FHER.