sábado, 9 de noviembre de 2013

Los Bonmatí: Capítulo 1 Amor a primera vista

- El frío invierno llegó. La nieve empezó a cubrir la cima de mi saber. Cada marca dibujada en mis rostro es símbolo de lo sentido ayer, de lo bueno y de lo malo, de la risa y del llanto. Ahora, acomodado en mi sillón, en el que tantos instantes descansé cuando me flaquearon las fuerzas, siento la necesidad de parar... Parar y fumar la pipa de mis recuerdos... Con la esperanza de que este humo servirá para volver al camino, con paso lento por el cansancio que brota de mis huesos, pero seguro por saber que he vivido. 


   Me llamo José Bonmatí. Curiosamente vine al mundo en una fría noche de invierno, como la de hoy. El único calor que tendría durante mis primeros años de vida sería el del seno de mi melancólica madre, cuyo corazón albergaba una triste historia de amor.


   Mis padres se conocieron tres años antes una hermosa mañana de primavera.  Mi madre, Laura Cea,  era una humilde costurera. Fue llamada a la mansión de los Bonmatí para arreglar unos trajes a la señora de la casa. No era su modista habitual pero se habían quedado sin modista por aquella época y una doncella de la casa la había recomendado para llevar a cabo unos encargos urgentes. En cuanto mi padre Eduardo Bonmatí, el primogénito de los Bonmatí, la vio, se quedó prendado de ella.


   Aquel primer encuentro fue en los jardines de la casa de los Bonmatí. Mi padre la ayudó a llevar el cesto que cargaba y no consiguió olvidar la dulzura de sus rostro en los dias que siguieron. Ella tampoco podría olvidarlo y aceptó salir con él cuando un día se presentó ante su puerta.


 Eran jóvenes y sólo deseaban estar juntos, por eso mi padre no tardó en querer hacer oficial ante su familia su relación con la joven costurera.


   Su hermana menor, mi tía Cristina, era una chiquilla que soñaba con un amor como el de las novelas románticas que adoraba leer. La historia de su hermano y Laura le pareció tan romántica que no pudo hacer menos que apoyarlos.


   Tampoco puso ninguna traba su hermana mayor, mi tía Marta, pero esta, que conocía bien a su temible madre, adelantó la oposición materna. Sabía que ella jamás aceptaría ese noviazgo y por eso Eduardo decidió callar durante un tiempo.


   Pero las lenguas no son para estar secas y las bocas cerradas, pronto llegaron los primeros rumores sobre su hijo y la costurera y en cuanto eso sucedió, doña Teresa Peñalta no tardó en hacerla llamar. Quería conocer más de cerca a aquella desvergonzada, que había osado a aspirar al corazón de su hijo.


   La examinó bien de cerca. Le pareció una cazafortunas, sin gracia y poca cosa. Claramente esa no era suficiente mujer para su hijo.

   
Y así se lo hizo saber:
Teresa Peñalta: - No me gustas. Ni como nuera ni como clack para mi hijo.
Marta Bonmatí: - ¡Pero madre!
Teresa Peñalta: - Te quiero bien lejos de nuestras vidas. 


  Pero Eduardo ya tenía claro a quién pertenecía su corazón. Habló con su madre. Le confesó que amaba a esa clack y que la había pedido en matrimonio a su familia. No estaba dispuesto a renunciar a ella.


  Teresa lanzó duras palabras, que nunca deberían salir de la boca de una madre hacia su hijo, palabras hirientes y pérfidas. Le dio a elegir entre su familia y ella y mi padre, pese a todo el dolor de su corazón, no dudó. 


Marta: - ¡Madre! ¡No permitas que Eduardo se vaya! ¡Es nuestro hermano! ¡Tu hijo! ¡Tu propia sangre!


Teresa: - ¡Sangre que él pisotea y desprecia!... ¡Déjalo! ¡Qué se vaya!... ¡Es un malagradecido! ¡La prefiere a ella antes que a mí, ¡su madre! ¡Yo!... que le di la vida, que lo acuné entre mis brazos cada vez que las lagrimas acudían a su rostro y que lo he criado sin permitir que conozca el carecer y la necesidad!  Pero si se va,  no verá ni un sólo centavo de nuestra fortuna. ¡Corre! ¡Vete! ¡Yo ya no tengo hijo! ¡Sólo tengo dos hijas!...Sería más dichosa viéndolo muerto que en brazos de esa clack. No puedo desear a esa farsa de matrimonio más que lágrimas y pesares.


   Pese a la oposición de mi abuela, mis padres unieron sus vidas. Se casaron y se fueron a vivir a una humilde casita que alquilaron, gracias al trabajo que consiguió mi padre en una imprenta.


   No podían permitirse grandes lujos pero su amor era su mayor tesoro.


Eduardo: - ¿Te gusta? No tenemos muchos muebles pero conseguí que don Jacinto, mi jefe, me dejará algunos viejos a un buen precio.
Laura: - ¡Es preciosa! ¡Tiene todo lo que podría desear!


Laura: - ¿Y estas flores? (Laura exhaló el perfume de las flores frescas)
Eduardo: - Las mandé cortar para ti... De ahora en adelante no te faltará un ramo distinto de flores frescas cada día...


   Vivieron su amor durante dos años como si cada día fuera el último, sin esperar al mañana, disfrutando al máximo de cada instante y cada pequeño detalle del día a día , porque el presente es el regalo más hermoso que existe.


  Pero un día ese presente oscureció su color intenso y vivo. Eduardo enfermó gravemente. Una mañana llegó empapado del bosque, donde recogía todas las mañanas las flores frescas. No le dio mayor importancia pero el resfriado mal curado se complicó y cayó en cama con mucha fiebre.


   Durante su breve convalencencia, mi madre no se apartó ni un sólo instante de su lado. No escatimó en sus cuidados pero todo su amor no fue suficiente para vencer a la enfermedad que se apoderó del cuerpo débil y llamó a la muerte. Quiso avisar a la familia de su esposo. Quizás ella hubiera tenido mejores medios para su sanación. Pero mi padre se negó en rotundo a pedirle nada a su madre y poco a poco se fue apagando.


 Murió al alba una mañana del mes de abril en los brazos de mi desconsolada madre.


  Poco días después del sencillo y breve funeral, el duelo interior duraría mucho más tiempo, mi madre confesó el estado en el que se encontraba, a Adelita, su mejor amiga. Estaba embarazada. Una luz venía a iluminar la oscuridad en que se había sumido su vida: un hijo, fruto de su amor. Eduardo no había podido conocer la noticia. Le habría hecho tanta ilusión. Adelita le aconsejó escribir cuanto antes a la familia de su esposo muerto. Se había quedado sola. Los gastos en médicos y medicinas de los últimos meses la habían dejado llena de deudas y muerto mi padre, se acababa la única fuente de ingresos que tenían. Tenía en sus entrañas al nieto de Teresa Peñalta, el heredero de los Bonmatí, los únicos que podrían ayudarla. Mis tías: Marta y Cristina, habían ido al funeral, muy compungidas.  Ellas también tenían derecho a saberlo. Eran su familia. Tenía que comunicarselo y pedirles ayuda.


   Cogió fuerzas a la mañana siguiente y escribió una carta dirigida a su suegra y nacida de lo más profundo de su corazón.


 Mi tía Cristina recogió el correo como cada mañana y se lo llevó a su madre.
Cristina: - ¡Mamá, ha llegado una carta!


Pero al leer el remite, mi abuela ni se digno siquiera a abrirla.


   Directamente la echó al fuego, para que las llamas la consumieran.


   Cristina asistió desconcertada a la destrucción de las letras y a su vez del vínculo que las unía a su propia carne, el niño que estaba a punto de nacer: yo.
Teresa:- Ella y sólo ella es la culpable de la muerte de mi hijo... Y ahora... ¿qué pretende? ¡Ya está muerto! ¡Muerto, mi niño! ¡Mi pobre niño! ¡Yo deseé su muerte! ¡Yo lo maldije!... (Teresa se desplomó y lloró con fuerza todo lo que no había llorado los días antes).


Ocho meses más tarde nacía yo: José Bonmatí. Mi madre tendría que trabajar muy duro para sacarme adelante. Pasamos muchas penurias. Pero el futuro tendría preparada otra vuelta de tuerca del destino para mí...

  
Continuará...