Acto 1
¡Atención, damas y caballeros, guarden silencio! La representación va a comenzar.
Emma: - Ya sube el telón, abuela.
D. JUAN: - ¡Cuál gritan esos malditos! Pero, ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros sus gritos!...
D. JUAN. Este pliego irá dentro del orario en que reza doña Inés a sus manos a parar.
CIUTTI. ¿Hay respuesta que aguardar?
D. JUAN. De el diablo con guardapiés que la asiste, de su dueña, que mis intenciones sabe, recogerás una llave, una hora y una seña: y más ligero que el viento aquí otra vez.
CIUTTI. Bien está.
...
D. GONZALO. ¿Conocéis a don Juan Tenorio?
BUTTARELLI. Sí.
D. GONZALO. ¿Y es cierto que tiene aquí hoy una cita?
BUTTARELLI. ¡Oh! ¿Seréis vos el otro?
D. GONZALO. ¿Quién?
BUTTARELLI. Don Luis.
D. GONZALO. No; pero estar me interesa en su entrevista.
...
D. GONZALO. No cabe en mi corazón que tal hombre pueda haber, y no quiero cometer con él una sinrazón. Yo mismo indagar prefiero la verdad..., mas, a ser cierta la apuesta, primero muerta que esposa suya la quiero. No hay en la tierra interés que, si la daña, me cuadre; primero seré buen padre, buen caballero después. Enlace es de gran ventaja, mas no quiero que Tenorio del velo del desposorio la recorte una mortaja.
....
AVELLANEDA. Vinieron, y os aseguro que se efectuará la apuesta.
CENTELLAS. Entremos, pues. ¡Buttarelli!
BUTTARELLI. Señor capitán Centellas, ¿vos por aquí?
...
AVELLANEDA. Pues yo sé bien que Mejía las ha hecho tales, que a ciegas se puede apostar por él.
CENTELLAS. Pues el capitán Centellas pone por don Juan Tenorio cuanto tiene.
D. LUIS. (A DON JUAN.)
Lo mismo digo, hidalgo; para un amigo tengo yo esotra pagada.
D. JUAN. Que ésta es mía haré notorio.
D. LUIS. Y yo también que ésta es mía.
D. JUAN. Luego, sois don Luis Mejía.
D. LUIS. Seréis, pues, don Juan Tenorio.
D. LUIS. Veamos, pues, lo que hicimos. D. JUAN. Bebamos antes.
D. LUIS. Sin duda alguna: y vinimos a apostar quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna, en el término de un año; juntándonos aquí hoy a probarlo.
D. LUIS. Sin duda alguna: y vinimos a apostar quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna, en el término de un año; juntándonos aquí hoy a probarlo.
...
D. JUAN. Hablad, pues.
D. LUIS. No, vos debéis empezar.
D. JUAN. Como gustéis, igual es,
que nunca me hago esperar.
Pues, señor, yo desde aquí,
buscando mayor espacio
para mis hazañas, di
sobre Italia, porque allí
tiene el placer un palacio.
De la guerra y del amor
antigua y clásica tierra,
y en ella el emperador,
con ella y con Francia en guerra, díjeme: «¿Dónde mejor?
Donde hay soldados hay juego,
hay pendencias y amoríos.»
Di, pues, sobre Italia luego,
buscando a sangre y a fuego
amores y desafíos.
En Roma, a mi apuesta fiel,
fijé, entre hostil y amatorio,
en mi puerta este cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio
para quien quiera algo de él.»
De aquellos días la historia
a relataros renuncio:
remítome a la memoria
que dejé allí, y de mi gloria
podéis juzgar por mi anuncio.
Las romanas, caprichosas,
las costumbres, licenciosas,
yo, gallardo y calavera:
¿quién a cuento redujera
mis empresas amorosas?
Salí de Roma, por fin,
como os podéis figurar:
con un disfraz harto ruin,
y a lomos de un mal rocín,
pues me querían ahorcar.
Fui al ejército de España;
mas todos paisanos míos,
soldados y en tierra extraña,
dejé pronto su compaña
tras cinco o seis desafíos.
Nápoles, rico vergel
de amor, de placer emporio,
vio en mi segundo cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio, y no hay hombre para él .
Desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca,
no hay hembra a quien no suscriba;
y a cualquier empresa abarca,
si en oro o valor estriba.
Búsquenle los reñidores;
cérquenle los jugadores;
quien se precie que le ataje,
a ver si hay quien le aventaje
en juego, en lid o en amores.»
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
Nápoles, no hay lance extraño,
no hay escándalo ni engaño
en que no me hallara yo.
Por donde quiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
Ni reconocí sagrado,
ni hubo ocasión ni lugar
por mi audacia respetado;
ni en distinguir me he parado
al clérigo del seglar.
A quien quise provoqué,
con quien quiso me batí,
y nunca consideré
que pudo matarme a mí aquel a quien yo maté.
A esto don Juan se arrojó,
y escrito en este papel
está cuanto consiguió:
y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.
D. JUAN. No; oigamos antes vuestros bizarros extremos, y si traéis terminantes vuestras notas comprobantes, lo escrito cotejaremos.
D. LUIS. Decís bien; cosa es que está, don Juan, muy puesta en razón; aunque, a mi ver, poco irá de una a otra relación.
D. JUAN. Empezad, pues.
D. LUIS. Allá va. Buscando yo, como vos, a mi aliento empresas grandes, dije: « ¿Dó iré, ¡vive Dios!, de amor y lides en pos, que vaya mejor que a Flandes? Allí, puesto que empeñadas guerras hay, a mis deseos habrá al par centuplicadas ocasiones extremadas de riñas y galanteos.» Y en Flandes conmigo di, mas con tan negra fortuna, que al mes de encontrarme allí todo mi caudal perdí, dobla a dobla, una por una.
En tan total carestía
mirándome de dineros,
de mí todo el mundo huía;
mas yo busqué compañía
y me uní a unos bandoleros.
Lo hicimos bien, ¡voto a tal!,
y fuimos tan adelante,
con suerte tan colosal,
que entramos a saco en Gante
el palacio episcopal.
¡Qué noche! Por el decoro
de la Pascua, el buen Obispo
bajó a presidir el coro,
y aún de alegría me crispo
al recordar su tesoro.
Todo cayó en poder nuestro:
mas mi capitán, avaro,
puso mi parte en secuestro:
reñimos, fui yo más diestro,
y le crucé sin reparo.
Juróme al punto la gente
capitán, por más valiente:
juréles yo amistad franca:
pero a la noche siguiente
huí, y les dejé sin blanca.
Yo me acordé del refrán
de que quien roba al ladrón
ha cien años de perdón,
y me arrojé a tal desmán
mirando a mi salvación.
Pasé a Alemania opulento:
mas un provincial jerónimo,
hombre de mucho talento,
me conoció, y al momento me delató en un anónimo,
Compré a fuerza de dinero
la libertad y el papel;
y topando en un sendero
al fraile, le envié certero
una bala envuelta en él.
Salté a Francia. ¡Buen país!,
y como en Nápoles vos,
puse un cartel en París
diciendo: «Aquí hay un don Luis
que vale lo menos dos.
Parará aquí algunos meses,
Y no trae más intereses
ni se aviene a más empresas,
que a adorar a las francesas
y a reñir con los franceses.»
Esto escribí; y en medio año
que mí presencia gozó
París, no hubo lance extraño,
ni hubo escándalo ni daño
donde no me hallara yo.
Mas, como don Juan, mi historia
también a alargar renuncio;
que basta para mi gloria
la magnífica memoria
que allí dejé con mi anuncio.
Y cual vos, por donde fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí.
Mi hacienda llevo perdida
tres veces: mas se me antoja
reponerla, y me convida
mi boda comprometida con doña Ana de Pantoja.
Mujer muy rica me dan,
y mañana hay que cumplir
los tratos que hechos están;
lo que os advierto, don Juan,
por si queréis asistir.
A esto don Luis se arrojó,
y escrito en este papel
está lo que consiguió:
y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.
D. JUAN. La historia es tan semejante que está en el fiel la balanza, mas vamos a lo importante, que es el guarismo a que alcanza el papel: conque adelante. D. LUIS. Razón tenéis, en verdad. Aquí está el mío: mirad, por una línea apartados traigo los nombres sentados, para mayor claridad.
D. JUAN. Del mismo modo arregladas mis cuentas traigo en el mío: en dos líneas separadas, los muertos en desafío, y las mujeres burladas. Contad.
D. LUIS. Contad. D. JUAN. Veinte y tres.
D. LUIS. Son los muertos. A ver vos. ¡Por la cruz de San Andrés! Aquí sumo treinta y dos.
D. JUAN. Son los muertos.
D. JUAN. Son los muertos.
D. LUIS. Matar es.
D. JUAN. Nueve os llevo.
D. LUIS. Me vencéis.
Pasemos a las conquistas.
D. JUAN. Sumo aquí cincuenta y seis.
D. LUIS. Y yo sumo en vuestras listas
setenta y dos.
D. JUAN. Pues perdéis.
D. LUIS. ¡Es increíble, don Juan!
D. JUAN. Si lo dudáis, apuntados
los testigos ahí están,
que si fueren preguntados
os lo testificarán.
D. LUIS. ¡Oh! Y vuestra lista es cabal.
D. JUAN. Desde una princesa real
a la hija de un pescador,
¡oh!, ha recorrido mi amor
toda la escala social.
¿Tenéis algo que tachar?
D. LUIS. Sólo una os falta en justicia.
D. JUAN. ¿Me la podéis señalar?
D. LUIS. Sí, por cierto: una novicia
que esté para profesar.
D. JUAN. ¡Bah! Pues yo os complaceré
doblemente, porque os digo
que a la novicia uniré la dama de algún amigo que para casarse esté.
D. LUIS. ¡Pardiez, que sois atrevido!
D. LUIS. ¡Pardiez, que sois atrevido!
D. JUAN. Yo os lo apuesto si queréis.
D. LUIS. Digo que acepto el partido.
Para darlo por perdido,
¿queréis veinte días?
D. JUAN. Seis.
D. LUIS. ¡Por Dios, que sois hombre extraño! ¿cuántos días empleáis en cada mujer que amáis?
D. JUAN. Partid los días del año entre las que ahí encontráis. Uno para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. Pero, la verdad a hablaros, pedir más no se me antoja, porque, pues vais a casaros, mañana pienso quitaros a doña Ana de Pantoja.
D. JUAN. Don Luis, lo que oído habéis.
D. LUIS. Ved, don Juan, lo que emprendéis.
D. JUAN. Lo que he de lograr, don Luis
D. GONZALO. ¡Insensatos! ¡Vive Dios
que a no temblarme las manos
a palos, como a villanos,
os diera muerte a los dos!
D. JUAN. Veamos.
D. GONZALO. Excusado es, que he vivido lo bastante para no estar arrogante donde no puedo.
D. JUAN. Idos, pues.
D. GONZALO. Antes, don Juan, de salir de donde oírme podáis, es necesario que oigáis lo que os tengo que decir. Vuestro buen padre don Diego, porque pleitos acomoda, os apalabró una boda que iba a celebrarse luego; pero por mí mismo yo, lo que erais queriendo ver, vine aquí al anochecer, y el veros me avergonzó.
D. JUAN. ¡Por Satanás, viejo insano, que no sé cómo he tenido calma para haberte oído sin asentarte la mano! Pero di pronto quién eres, porque me siento capaz de arrancarte el antifaz con el alma que tuvieres.
D. GONZALO. ¡Don Juan!
D. JUAN. ¡Pronto!
D. GONZALO. Mira, pues.
D. JUAN. ¡Don Gonzalo!
D. GONZALO. El mismo soy. Y adiós, don Juan: mas desde hoy no penséis en doña Inés. Porque antes que consentir en que se case con vos, el sepulcro, ¡juro a Dios!, por mi mano la he de abrir.
D. JUAN. Me hacéis reír, don Gonzalo; pues venirme a provocar, es como ir a amenazar a un león con un mal palo. Y pues hay tiempo, advertir os quiero a mi vez a vos, que o me la dais, o ¡por Dios, que a quitárosla he de ir!
D. GONZALO. ¡Miserable!
D. JUAN. Dicho está: sólo una mujer como ésta me falta para mi apuesta; ved, pues, que apostada va.D. DIEGO. No puedo más escucharte, vil don Juan, porque recelo que hay algún rayo en el cielo preparado a aniquilarte. ¡Ah...! No pudiendo creer lo que de ti me decían, confiando en que mentían, te vine esta noche a ver. Pero te juro, malvado, que me pesa haber venido para salir convencido de lo que es para ignorado. Sigue, pues, con ciego afán en tu torpe frenesí, mas nunca vuelvas a mí; no te conozco, don Juan.
D. JUAN. Verte quiero.
D. DIEGO. Nunca, en vano me lo pides.
D. JUAN. ¿Nunca?
D. DIEGO. No.
D. JUAN. Cuando me cuadre.
D. DIEGO. ¿Cómo?
D. JUAN. Así. (Le arranca el antifaz.)
TODOS. ¡Don Juan!
D. DIEGO. ¡Villano! ¡Me has puesto en la faz la mano!
D. JUAN. ¡Válgame Cristo, mi padre!
D. DIEGO. Mientes, no lo fui jamás.
D. JUAN. ¡Reportaos, con Belcebú!
D. DIEGO. No, los hijos como tú son hijos de Satanás. Comendador, nulo sea lo hablado.
D. GONZALO. Ya lo es por mí; vamos.
D. DIEGO. Sí, vamos de aquí
donde tal monstruo no vea.
Don Juan, en brazos del vicio
desolado te abandono:
me matas..., mas te perdono
de Dios en el santo juicio.
...
D. JUAN. Vamos. Conque, señores, quedamos en que la apuesta está en pie.
AVELLANEDA. ¡Parece un juego ilusorio!
CENTELLAS. ¡Sin verlo no lo creería!
AVELLANEDA. Pues yo apuesto por Mejía.
CENTELLAS. Y yo pongo por Tenorio.
Acto 2
DON LUIS. Ya estoy frente de la casa
de doña Ana, y es preciso
que esta noche tenga aviso
de lo que en Sevilla pasa.
...
D. LUIS. Jamás tal desasosiego
tuve. Paréceme que es
esta noche hora menguada
para mí... y no sé qué vago
presentimiento, qué estrago
teme mi alma acongojada.
¡Por Dios que nunca pensé
que a doña Ana amara así
ni por ninguna sentí
lo que por ella...! ¡Oh! Y a fe
que de don Juan me amedrenta,
no el valor, mas la ventura.
Parece que le asegura
Satanás en cuanto intenta.
No, no; es un hombre infernal,
Don Juan Tenorio
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y téngome para mí
que si me aparto de aquí,
me burla, pese a Pascual.
...
D.ª ANA. ¿Quién va? D. LUIS. ¿No es Pascual?
D.ª ANA. ¡Don Luis!
D. LUIS. Doña Ana.
D.ª ANA.. ¿Por la ventana
llamas ahora?
D. LUIS. ¡Ay, doña Ana,
cuán a buen tiempo salís!
D.ª ANA. Pues ¿qué hay, Mejía?
D. LUIS. Un empeño
por tu beldad, con un hombre
que temo.
D.ª ANA. Y ¿qué hay que te asombre
en él, cuando eres tú el dueño
de mi corazón?
D. LUIS. Doña Ana,
no lo puedes comprender, de ese hombre sin conocer
nombre y suerte.
D.ª ANA. Será vana
su buena suerte conmigo.
Ya ves, sólo horas nos faltan
para la boda, y te asaltan
vanos temores.
D. LUIS. Testigo me es Dios que nada por mí me da pavor mientras tenga espada, y ese hombre venga cara a cara contra ti. Mas, como el león audaz, y cauteloso y prudente, como la astuta serpiente...
D.ª ANA. ¡Bah! Duerme, don Luis, en paz, que su audacia y su prudencia nada lograrán de mí, que tengo cifrada en ti la gloria de mi existencia.
D. LUIS. Pues bien, Ana, de ese amor que me aseguras en nombre, para no temer a ese hombre voy a pedirte un favor.
D.ª ANA. Di; mas bajo, por si escucha tal vez alguno.
D. JUAN. ... ¿mis encargos has cumplido?
CIUTTI. Todos los he concluido
mejor que pude esperar.
D. JUAN. ¿La beata...?
CIUTTI. Ésta es la llave
de la puerta del jardín,
que habrá que escalar al fin,
pues como usarced ya sabe,
las tapias de ese convento
no tienen entrada alguna.
D. JUAN. Y ¿te dio carta?
CIUTTI. Ninguna;
me dijo que aquí al momento
iba a salir de camino;
que al convento se volvía,
y que con vos hablaría.
D. JUAN. Mejor es.
CIUTTI. Lo mismo opino.
D. JUAN. ¿Y los caballos?
CIUTTI. Con silla
y freno los tengo ya.
D. JUAN. ¿Y la gente?
CIUTTI. Cerca está.
D. JUAN. Bien, Ciutti; mientras Sevilla
tranquila en sueño reposa
creyéndome encarcelado,
otros dos nombres añado
a mi lista numerosa.
¡Ja!, ¡ja!
...
CIUTTI. Al doblar la esquina,
en esa reja vecina
he visto a un hombre.
D. JUAN. Don Luis.
...
D. JUAN. Corre y atájale,
que en ello el vencer consiste.
CIUTTI. ¿Mas si el truhán se resiste?
D. JUAN. Entonces, de un tajo, rájale.
D. JUAN. ¿Quién va allá?
BRÍGIDA. ¿Sois don Juan?
D. JUAN. ¡Por vida de...!
¡Si es la beata! ¡Y a fe
que la había olvidado ya!
Llegaos, don Juan soy yo.
BRÍGIDA. ¿Estáis solo?
D. JUAN. Con el diablo.
BRÍGIDA. ¡Jesucristo!
D. JUAN. Por vos lo hablo.
BRÍGIDA. ¿Soy yo el diablo?
D. JUAN. Creoló.
BRÍGIDA. ¡Vaya! ¡Qué cosas tenéis!
Vos sí que sois un diablillo...
D. JUAN. Que te llenará el bolsillo
si le sirves.
BRÍGIDA. Lo veréis.
BRÍGIDA. ¡Cuanto me ha dicho vuestro paje...! ¡Y qué mal bicho es ese Ciutti!
D. JUAN. ¿Qué ha hecho?
BRÍGIDA. ¡Gran bribón!
D. JUAN. ¿No os ha entregado un bolsillo y un papel?
BRÍGIDA. Leyendo estará ahora en él doña Inés.
D. JUAN. ¿La has preparado?
BRÍGIDA. Vaya; y os la he convencido con tal maña y de manera, que irá como una cordera tras vos. D. JUAN. ¡Tan fácil te ha sido!
BRÍGIDA. ¡Bah! Pobre garza enjaulada, dentro la jaula nacida, ¿qué sabe ella si hay más vida ni más aire en que volar? Si no vio nunca sus plumas del sol a los resplandores, ¿qué sabe de los colores de que se puede ufanar? No cuenta la pobrecilla diez y siete primaveras, y aún virgen a las primeras
impresiones del amor,
nunca concibió la dicha
fuera de su pobre estancia,
tratada desde su infancia
con cauteloso rigor.
Y tantos años monótonos
de soledad y convento
tenían su pensamiento
ceñido a punto tan ruin,
a tan reducido espacio,
y a círculo tan mezquino,
que era el claustro su destino
y el altar era su fin.
«Aquí está Dios», la dijeron;
y ella dijo: «Aquí le adoro.»
«Aquí está el claustro y el coro.»
Y pensó: «No hay más allá.»
Y sin otras ilusiones
que sus sueños infantiles,
pasó diez y siete abriles
sin conocerlo quizá.
D. JUAN. ¿Y está hermosa?
BRÍGIDA. ¡Oh! Como un ángel.
D. JUAN. ¿Y la has dicho...?
BRÍGIDA. Figuraos
si habré metido mal caos
en su cabeza, don Juan.
La hablé del amor, del mundo,
de la corte y los placeres,
de cuánto con las mujeres
erais pródigo y galán.
La dije que erais el hombre por su padre destinado
para suyo: os he pintado
muerto por ella de amor,
desesperado por ella
y por ella perseguido,
y por ella decidido
a perder vida y honor.
En fin, mis dulces palabras,
al posarse en sus oídos,
sus deseos mal dormidos
arrastraron de sí en pos;
y allá dentro de su pecho
han inflamado una llama
de fuerza tal, que ya os ama
y no piensa más que en vos.
D. JUAN. Tan incentiva pintura
los sentidos me enajena,
y el alma ardiente me llena
de su insensata pasión.
Empezó por una apuesta,
siguió por un devaneo,
engendró luego un deseo,
y hoy me quema el corazón.
Poco es el centro de un claustro,
¡al mismo infierno bajara,
y a estocadas la arrancara
de los brazos de Satán!
¡Oh! Hermosa flor, cuyo cáliz
al rocío aún no se ha abierto,
a trasplantarte va al huerto
de sus amores don. Juan.
¿Brígida?
BRÍGIDA. Os estoy oyendo,
y me hacéis perder el tino: yo os creía un libertino
sin alma y sin corazón.
D. JUAN. ¿Eso extrañas? ¿No está claro
que en un objeto tan noble
hay que interesarse doble
que en otros?
BRÍGIDA. Tenéis razón.
D. JUAN. ¿Conque a qué hora se recogen
las madres?
BRÍGIDA. Ya recogidas
estarán. ¿Vos prevenidas
todas las cosas tenéis?
D. JUAN. Todas.
BRÍGIDA. Pues luego que doblen
a las ánimas, con tiento
saltando al huerto, al convento
fácilmente entrar podéis
con la llave que os he enviado:
de un claustro oscuro y estrecho
es; seguidle bien derecho,
y daréis con poco afán
en nuestra celda.
D. JUAN. Y si acierto
a robar tan gran tesoro,
te he de hacer pesar en oro.
BRÍGIDA. Por mí no queda, don Juan.
D. JUAN. Ve y aguárdame.
BRÍGIDA. Voy, pues,
a entrar por la portería, y a cegar a sor María
la tornera. Hasta después
LUCÍA. ¿Qué queréis, buen caballero?
D. JUAN. Quiero.
LUCÍA. ¿Qué queréis? Vamos a ver.
D. JUAN. Ver.
LUCÍA. ¿Ver? ¿Qué veréis a esta hora?
D. JUAN. A tu señora.
LUCÍA. Idos, hidalgo, en mal hora;
¿quién pensáis que vive aquí?
D. JUAN. Doña Ana Pantoja, y
quiero ver a tu señora.
LUCÍA. ¿Sabéis que casa doña Ana?
D. JUAN. Sí, mañana.
LUCÍA. ¿Y ha de ser tan infiel ya?
D. JUAN. Sí será.
LUCÍA. ¿Pues no es de don Luis Mejía?
D. JUAN. ¡Ca! Otro día.
Hoy no es mañana, Lucía: yo he de estar hoy con doña Ana,
y si se casa mañana,
mañana será otro día.
LUCÍA. ¡Ah! ¿En recibiros está?
D. JUAN. Podrá.
LUCÍA. ¿Qué haré si os he de servir?
D. JUAN. Abrir.
LUCÍA. ¡Bah! ¿Y quién abre este castillo?
D. JUAN. Pronto te dio el brillo.
LUCÍA. ¡Cuánto!
D. JUAN. De cien doblas pasa.
LUCÍA. ¡Jesús!
D. JUAN. Cuenta y di: ¿esta casa podrá abrir este bolsillo?
LUCÍA. Oh! Si es quien me dora el pico...
D. JUAN. Muy rico. (Interrumpiéndola.)
LUCÍA. ¿Sí? ¿Qué nombre usa el galán?
D. JUAN. Don Juan.
LUCÍA. ¿Sin apellido notorio?
D. JUAN. Tenorio.
LUCÍA. ¡Ánimas del purgatorio! ¿Vos don Juan?
..
LUCÍA. ¡Bah! Ir en brazos del destino...
D. JUAN. Dobla el oro.
LUCÍA. Me acomodo.
D. JUAN. Pues mira cómo de todo
se asegura tu buen tino.
LUCÍA. Dadme algún tiempo, ¡pardiez!
D. JUAN. A las diez.
LUCÍA. ¿Dónde os busco, o vos a mí?
D. JUAN. Aquí.
D. JUAN. (Riéndose.) Con oro nada hay que falle: Ciutti ya sabes mi intento: a las nueve en el convento; a las diez, en esta calle.
D. JUAN. (Riéndose.) Con oro nada hay que falle: Ciutti ya sabes mi intento: a las nueve en el convento; a las diez, en esta calle.
Acto 3
ABADESA. ¿Conque me habéis entendido?
D.ª INÉS. Sí, señora.
ABADESA. Está muy bien;
la voluntad decisiva
de vuestro padre tal es.
Sois joven, cándida y buena;
vivido en el claustro habéis
casi desde que nacisteis;
y para quedar en él
atada con santos votos
para siempre, ni aún tenéis,
como otras, pruebas difíciles
ni penitencias que hacer.
¡Dichosa mil veces vos!
...
ABADESA: ... ¿Mas por qué estáis cabizbaja? ¿Por qué no me respondéis como otras veces, alegre, cuando en lo mismo os hablé? ¿Suspiráis?... ¡Oh!, ya comprendo: de vuelta aquí hasta no ver a vuestra aya, estáis inquieta; pero nada receléis. A casa de vuestro padre fue casi al anochecer, y abajo en la portería estará: yo os la enviaré, que estoy de vela esta noche. Conque, vamos, doña Inés, recogeos, que ya es hora: mal ejemplo no me deis a las novicias, que ha tiempo que duermen ya: hasta después.
D.ª INÉS. Id con Dios, madre abadesa.
ABADESA. Adiós, hija.
BRÍGIDA. Buenas noches, doña Inés. D.ª INÉS. ¿Cómo habéis tardado tanto?
BRÍGIDA. Voy a cerrar esta puerta.
D.ª INÉS. Hay orden de que esté abierta.
BRÍGIDA. Eso es muy bueno y muy santo
para las otras novicias
que han de consagrarse a Dios,
no, doña Inés, para vos.
D.ª INÉS. Brígida, ¿no ves que vicias
las reglas del monasterio
que no permiten...?
BRÍGIDA. ¡Bah!, ¡bah!
Más seguro así se está,
y así se habla sin misterio
ni estorbos: ¿habéis mirado
el libro que os he traído?
D.ª INÉS. ¡Ay!, se me había olvidado.
BRÍGIDA. ¡Pues me hace gracia el olvido!
D.ª INÉS. ¡Como la madre abadesa
se entró aquí inmediatamente!
BRÍGIDA. ¡Vieja más impertinente!
D.ª INÉS. ¿Pues tanto el libro interesa?
BRÍGIDA. ¡Vaya si interesa! Mucho. ¿Pues quedó con poco afán el infeliz!
D.ª INÉS. ¿Quién?
BRÍGIDA. Don Juan.
D.ª INÉS. ¡Válgame el cielo! ¡Qué escucho! ¿Es don Juan quien me le envía?
BRÍGIDA. Por supuesto.
D.ª INÉS. ¡Oh! Yo no debo tomarle.
BRÍGIDA. ¡Pobre mancebo! Desairarle así, sería matarle.
D.ª INÉS. ¿Qué estás diciendo?
BRÍGIDA. Si ese horario no tomáis, tal pesadumbre le dais que va a enfermar; lo estoy viendo.
D.ª INÉS. ¡Ah! No, no: de esa manera, le tomaré.
BRÍGIDA. Bien haréis.
D.ª INÉS. ¡Y qué bonito es!
BRÍGIDA. Ya veis; quien quiere agradar, se esmera.
D.ª INÉS. Con sus manecillas de oro.
¡Y cuidado que está prieto!
A ver, a ver si completo
contiene el rezo del coro.
(Le abre, y cae una carta de entre sus hojas.)
Mas, ¿qué cayó? BRÍGIDA. Un papelito.
D.ª INÉS. Una carta!
BRÍGIDA. Claro está;
en esa carta os vendrá
ofreciendo el regalito.
D.ª INÉS. ¡Qué! ¿Será suyo el papel?
BRÍGIDA. ¡Vaya, que sois inocente!
Pues que os feria, es consiguiente
que la carta será de él.
D.ª INÉS. ¡Ay, Jesús!
BRÍGIDA. ¿Qué es lo que os da?
D.ª INÉS. Nada, Brígida, no es nada.
BRÍGIDA. No, no; si estáis inmutada.
(Ya presa en la red está.)
¿Se os pasa?
D.ª INÉS. Sí.
BRÍGIDA. Eso habrá sido cualquier mareíllo vano.
D.ª INÉS. ¡Ay! Se me abrasa la mano con que el papel he cogido.
...D.ª INÉS. No sé: desde que le vi,
Brígida mía, y su nombre
me dijiste, tengo a ese hombre
siempre delante de mí.
Por doquiera me distraigo
con su agradable recuerdo,
y si un instante le pierdo,
en su recuerdo recaigo.
No sé qué fascinación
en mis sentidos ejerce,
que siempre hacia él se me tuerce
la mente y el corazón:
y aquí y en el oratorio,
y en todas partes, advierto
que el pensamiento divierto
con la imagen de Tenorio.
BRÍGIDA. ¡Válgame Dios! Doña Inés,
según lo vais explicando, tentaciones me van dando
de creer que eso amor es.
D.ª INÉS. ¡Amor has dicho!
BRÍGIDA. Sí, amor.
D.ª INÉS. No, de ninguna manera.
BRÍGIDA. Pues por amor lo entendiera
el menos entendedor;
mas vamos la carta a ver:
¿en qué os paráis? ¿Un suspiro?
D.ª INÉS. ¡Ay!, que cuanto más la miro,
menos me atrevo a leer.
(Lee.)
«Doña Inés del alma mía.»
¡Virgen Santa, qué principio!
BRÍGIDA. Vendrá en verso, y será un ripio
que traerá la poesía.
Vamos, seguid adelante.
D.ª INÉS. (Lee.)
«Luz de donde el sol la toma,
hermosísima paloma
privada de libertad,
si os dignáis por estas letras
pasar vuestros lindos ojos,
no los tornéis con enojos
sin concluir, acabad.»
BRÍGIDA. ¡Qué humildad! ¡Y que finura!
¿Dónde hay mayor rendimiento?
D.ª INÉS. Brígida, no sé qué siento.
BRÍGIDA. Seguid, seguid la lectura.
D.ª INÉS. (Lee.)
«Nuestros padres de consuno
nuestras bodas acordaron,
porque los cielos juntaron
los destinos de los dos.
Y halagado desde entonces
con tan risueña esperanza,
mi alma, doña Inés, no alcanza
otro porvenir que vos.
De amor con ella en mi pecho
brotó una chispa ligera,
que han convertido en hoguera
tiempo y afición tenaz:
y esta llama que en mí mismo
se alimenta inextinguible,
cada día más terrible
va creciendo y más voraz.»
BRÍGIDA. Es claro; esperar le hicieron
en vuestro amor algún día,
y hondas raíces tenía
cuando a arrancársele fueron.
Seguid.
D.ª INÉS. (Lee.) «En vano a apagarla
concurren tiempo y ausencia,
que doblando su violencia,
no hoguera ya, volcán es.
Y yo, que en medio del cráter
desamparado batallo,
suspendido en él me hallo
entre mi tumba y mi Inés.»
BRÍGIDA. ¿Lo veis, Inés? Si ese horario
le despreciáis, al instante
le preparan el sudario.
D.ª INÉS. Yo desfallezco.
BRÍGIDA. Adelante.
D.ª INÉS. (Lee.)
«Inés, alma de mi alma,
perpetuo imán de mi vida,
perla sin concha escondida
entre las algas del mar;
garza que nunca del nido
tender osastes el vuelo,
el diáfano azul del cielo
para aprender a cruzar:
si es que a través de esos muros
el mundo apenada miras,
y por el mundo suspiras
de libertad con afán,
acuérdate que al pie mismo
de esos muros que te guardan,
para salvarte te aguardan
los brazos de tu don Juan.»
(Representa.)
¿Qué es lo que me pasa, ¡cielo!
que me estoy viendo morir?
BRÍGIDA. (Ya tragó todo el anzuelo.)
Vamos, que está al concluir.
D.ª INÉS. (Lee.)
«Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía
y allí le sorprende el día
y le halla la noche allí;
acuérdate de quien vive
sólo por ti, ¡vida mía!
y que a tus pies volaría
si le llamaras a ti.»
BRÍGIDA. ¿Lo veis? Vendría.
D.ª INÉS. ¡Vendría!
BRÍGIDA. A postrarse a vuestros pies.
D.ª INÉS. ¿Puede?
BRÍGIDA. ¡Oh!, sí.
D.ª INÉS. ¡Virgen María!
BRÍGIDA. Pero acabad, doña Inés.
D.ª INÉS. (Lee.)
«Adiós, ¡oh luz de mis ojos!
Adiós, Inés de mi alma:
medita, por Dios, en calma
las palabras que aquí van:
y si odias esa clausura,
que ser tu sepulcro debe,
manda, que a todo se atreve
por tu hermosura don Juan.»
(Representa DOÑA INÉS.)
¡Ay! ¿Qué filtro envenenado
me dan en este papel,
que el corazón desgarrado
me estoy sintiendo con él?
¿Qué sentimientos dormidos
son los que revela en mí?
¿Qué impulsos jamás sentidos?
¿Qué luz, que hasta hoy nunca vi?
¿Qué es lo que engendra en mi alma
tan nuevo y profundo afán?
¿Quién roba la dulce calma
de mi corazón?
BRÍGIDA. Don Juan.
...
BRÍGIDA. ¿De quién ha de ser?
De ese don Juan que amáis tanto,
porque puede aparecer.
D.ª INÉS. ¡Me amedrentas! ¿Puede ese hombre
llegar hasta aquí?
BRÍGIDA. Quizá.
Porque el eco de su nombre
tal vez llega adonde está.
D.ª INÉS. ¿Es un espíritu, pues?
BRÍGIDA. No, mas si tiene una llave...
D.ª INÉS. ¡Dios!
BRÍGIDA. Silencio, doña Inés:
¿no oís pasos?
D.ª INÉS. ¡Ay! Ahora
nada oigo.
BRÍGIDA. Las nueve dan.
Suben...,se acercan... Señora...
Ya está aquí.
D.ª INÉS. ¿Quién?
BRÍGIDA. Él.
D. JUAN. ¡Inés de mi corazón!
D.ª INÉS. ¿Es realidad lo que miro,
o es una fascinación...?
Tenedme.... apenas respiro...
Sombra.... huye por compasión.
¡Ay de mí...!
D. GONZALO. No sabéis quién es don Juan.
ABADESA. Aunque le pintáis tan malo,
yo os puedo decir de mí,
que mientras Inés esté aquí,
segura está, don Gonzalo.
...
D. GONZALO. ¡Ay! Por qué tiemblo no sé. ¡Mas qué veo, santo Dios! Un papel..., me lo decía a voces mi mismo afán. (Leyendo.) «Doña Inés del alma mía...» Y la firma de don Juan. Ved..., ved..., esa prueba escrita. Leed ahí... ¡Oh! Mientras que vos por ella rogáis a Dios viene el diablo y os la quita.
D. GONZALO. ¡Ay! Por qué tiemblo no sé. ¡Mas qué veo, santo Dios! Un papel..., me lo decía a voces mi mismo afán. (Leyendo.) «Doña Inés del alma mía...» Y la firma de don Juan. Ved..., ved..., esa prueba escrita. Leed ahí... ¡Oh! Mientras que vos por ella rogáis a Dios viene el diablo y os la quita.
TORNERA. No acierto a hablar...
He visto a un hombre saltar
por las tapias de la huerta.
D. GONZALO. ¿Veis? Corramos: ¡ay de mí!
ABADESA. ¿Dónde vais, comendador?
D. GONZALO. ¡Imbécil!, tras de mi honor,
que os roban a vos de aquí.
Acto 4
D.ª INÉS. Dios mío, ¡cuánto he soñado!
Loca estoy: ¿qué hora será?
¿Pero qué es esto, ay de mí?
No recuerdo que jamás
haya visto este aposento.
¿Quién me trajo aquí?
BRÍGIDA. Don Juan.
...
D.ª INÉS. Pero, en fin,
¿en dónde estamos?
BRÍGIDA. Mirad,
mirad por este balcón,
y alcanzaréis lo que va
desde un convento de monjas
a una quinta de don Juan.
...
BRÍGIDA. Escuchad.
Estabais en el convento
leyendo con mucho afán
una carta de don Juan,
cuando estalló en un momento
un incendio formidable.
...
BRÍGIDA. ... viendo que ibais a abrasaros, se metió para salvaros,
por donde pudo mejor.
Vos, al verle así asaltar
la celda tan de improviso,
os desmayasteis..., preciso;
la cosa era de esperar.
Y él, cuando os vio caer así,
en sus brazos os tomó
y echó a huir; yo le seguí,
y del fuego nos sacó.
¿Dónde íbamos a esta hora?
Vos seguíais desmayada,
yo estaba ya casi ahogada.
Dijo, pues: «Hasta la aurora
en mi casa las tendré.»
Y henos, doña Inés, aquí.
...
BRÍGIDA. Doña Inés,
la existencia os ha salvado.
D.ª INÉS. Sí, pero me ha envenenado
el corazón.
BRÍGIDA. ¿Le amáis, pues?
D.ª INÉS. No sé ..., mas, por compasión,
huyamos pronto de ese hombre,
tras de cuyo solo nombre
se me escapa el corazón.
...
D. JUAN. ¿A dónde vais, doña Inés?
D.ª INÉS. Dejadme salir, don Juan.
D. JUAN. ¿Que os deje salir?
BRÍGIDA. Señor, sabiendo ya el accidente del fuego, estará impaciente por su hija el comendador.
D. JUAN. ¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado por don Gonzalo, que ya dormir tranquilo le hará el mensaje que le he enviado.
D.ª INÉS. ¿Le habéis dicho...? D. JUAN. Que os hallabais bajo mi amparo segura, y el aura del campo pura, libre, por fin, respirabais. ¡Cálmate, pues, vida mía! Reposa aquí; y un momento olvida de tu convento la triste cárcel sombría. ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga, llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor? Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento;
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador,
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?
Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón, ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse, a no verlas,
de sí mismas al calor;
y ese encendido color
que en tu semblante no había, ¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! Sí. bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos,
como lo haces, amor es:
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando vida mía,
la esclavitud de tu amor.
D.ª INÉS. Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir,
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos, me parece
que mi cerebro enloquece,
y se arde mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto,
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,
sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.
D. JUAN. ¡Alma mía! Esa palabra cambia de modo mi ser, que alcanzo que puede hacer hasta que el Edén se me abra. No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí: es Dios, que quiere por ti ganarme para él quizás No; el amor que hoy se atesora en mi corazón mortal, no es un amor terrenal como el que sentí hasta ahora; no es esa chispa fugaz que cualquier ráfaga apaga; es incendio que se traga cuanto ve, inmenso voraz. Desecha, pues, tu inquietud, bellísima doña Inés, porque me siento a tus pies capaz aún de la virtud. Sí; iré mi orgullo a postrar
ante el buen comendador,
y o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar. D. JUAN. Sí, una barca ha atracado (Mira por el balcón.) debajo de ese balcón, Un hombre embozado de ella salta... Brígida, al momento pasad a ese otro aposento, y perdonad, Inés bella, si solo me importa estar.
D. JUAN. En conclusión,
señor Mejía,¿es decir,
que porque os gané la apuesta
queréis que acabe la fiesta
con salirnos a batir?
D. LUIS. Estáis puesto en la razón:
la vida apostado habemos,
y es fuerza que nos paguemos.
D. JUAN. Soy de la misma opinión.
Mas ved que os debo advertir
que sois vos quien la ha perdido.
...
D. JUAN. ¡Comendador!
D. GONZALO. Miserable,
tú has robado a mí hija Inés
de su convento, y yo vengo
por tu vida, o por mi bien.
...
D. JUAN. Comendador,
yo idolatro a doña Inés,
persuadido de que el cielo
nos la quiso conceder
para enderezar mis pasos
por el sendero del bien.
...
Su amor me torna en otro hombre,
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.
Escucha, pues, don Gonzalo,
lo que te puede ofrecer
el audaz don Juan Tenorio
de rodillas a tus pies.
Yo seré esclavo de tu hija,
en tu casa viviré,
tú gobernarás mi hacienda,
diciéndome esto ha de ser.
El tiempo que señalares,
en reclusión estaré;
cuantas pruebas exigieres
de mi audacia o mi altivez,
del modo que me ordenares
con sumisión te daré:
y cuando estime tu juicio
que la puedo merecer,
yo la daré un buen esposo
y ella me dará el Edén.
D. GONZALO. Basta, don Juan; no sé cómo
me he podido contener,
oyendo tan, torpes pruebas
de tu infame avilantez.
...
D. GONZALO. ¡Asesino! (Cae.)
D. JUAN. Y tú, insensato, que me llamas vil ladrón, di en prueba de tu razón que cara a cara te mato. (Riñen, y le da una estocada.)
D. LUIS ¡Jesús! (Cae.)
D. JUAN. Tarde tu fe ciega acude al cielo, Mejía, y no fue por culpa mía; pero la justicia llega, y a fe que ha de ver quién soy.
CIUTTI. (Dentro.) ¿Don Juan?
D. JUAN. (Asomando al balcón.) ¿Quién es?
CIUTTI. Por aquí; salvaos.
D. JUAN. ¿Hay paso?
CIUTTI. Sí; arrojaos.
D. JUAN. Allá voy. Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda el cielo, y no yo.
D.ª INÉS. ¡Ah, qué horror,
padre mío! ALGUACIL 1.º ¡Es su hija!
BRÍGIDA. Sí.
D.ª INÉS. ¡Ay! ¿Dó estás, don Juan, que aquí
me olvidas en tal dolor?
ALGUACIL 1.º Él le asesinó.
D.ª INÉS. ¡Dios mío!
¿Me guardabas esto más?
ALGUACIL 2.º Por aquí ese Satanás
se arrojó, sin duda, al río.
ALGUACIL 1.º Miradlos..., a bordo están del bergantín calabrés.
ALGUACIL 1.º Miradlos..., a bordo están del bergantín calabrés.
TODOS. ¡Justicia por doña Inés!